Calista nunca consideró regresar a casa de sus abuelos, su primera opción había sido entrar a la facultad de medicina en Ciudad Universitaria, pero por puntaje se le dio lugar en Cuautitlán, escuela que quedaba a 3 horas de su casa. Fue por insistencias de su abuelo Nabor que sus padres accedieron a llevarla a vivir con ellos a Tepotzotlán, que estaba a pocos minutos de la universidad.
Pero ella no tenía intención de permanecer mucho tiempo con ellos. Desde el primer día de clase se inscribió a todas las actividades deportivas y culturales que pudo para no estar en casa, llegaba a casa solamente a dormir y se iba muy temprano al día siguiente por la mañana.
Quería ocupar los fines de semana para ir con su familia, pero para su sorpresa, a partir de su tercer fin de semana con ellos, el abuelo la levantó muy temprano en sábado.
―Prepárate ―le dijo, imperativo―, me vas a acompañar.
―¿A dónde? ―preguntó ella.
―A trabajar.
Calista suspiró, resignada. Sabía que una orden de su abuelo era para obedecerse.
Don Nabor se dedicaba a la siembra de hierbas medicinales y los fines de semana salía a entregar mercancía.
Aburrida, Calista lo acompañó por horas en los alrededores para entregar diferentes pedidos a hombres y mujeres dedicados a la sanación alternativa. El último fue don Gerardo, un hombre que vivía a pocos minutos, cerca de la presa de la Concepción. El hombre, un poco más joven que don Nabor, lo recibió con una sonrisa.
―¿Cómo está mi hereje? ―lo saludó con una sonrisa.
―¡A toda madre! ―respondió don Nabor―. ¡Mira! ―el anciano le mostró una paca con pétalos de flores moradas.
―¿Conseguiste sembrar la genciana? ―expresó el curandero.
―Te lo dije, yo hago germinar lo que sea.
―Esta es Calista, ¿verdad? ―don Gerardo miró a la joven.
―Cali ―refunfuñó ella.
―Perdón, Cali, ¿cómo te va con este viejo gruñón? ―Calista sólo encogió el hombro―. ¿Así de mal? ―el curandero soltó una carcajada.
―Que no sea llorona ―se quejó don Nabor―, ni la veo en todo el día, se la pasa en la escuela.
―Me imagino que te tienen muy ocupada, ¿no? ―preguntó el curandero, ella volvió a encoger el hombro―. Pero bueno, antes de que te vayas ―la sonrisa se borró del rostro del curandero―, hay otro problema.
―¿Ahora por qué? ―reclamó don Nabor.
―EL hijo del “güero”, el de la carnicería. Ya sabes, la esposa… ―Cuando don Gerardo dijo eso, el rostro de Nabor se endureció.
―No te preocupes, yo me encargo.
Don Nabor salió con su nieta e hicieron una última parada en la plaza para comprar algo de despensa para la semana. Pasaban frente a la iglesia cuando una mujer que iba delante de ellos dio un golpe en la cabeza a sus hijos.
―¿Qué les he dicho? ¡Persígnense cada que pasen frente a la iglesia?
―¡Que ni se te ocurra persignarte! ―Don Nabor reaccionó de inmediato con su nieta.
―No pensaba hacerlo ―respondió ella en lo bajo.
―¿Escucharon? ―los cuchicheos no se hicieron―, ese viejo hereje no se conforma con no creer, ahora quiere que su nieta odie a Dios.
Calista frunció el entrecejo. Era irónico, pero, así como su abuela era tremendamente devota a la fe católica, don Nabor era todo lo contrario, de hecho, en casa se tenía prohibido rezar, poner imágenes religiosas o celebrar a algún santo. Por lo que escuchó, era algo que todo el pueblo sabía. Cuando entraron de nuevo en la camioneta, su abuelo la interrogó.
―¿Conoces a Salomón? El hijo del “güero”, el de la carnicería. ―Calista negó con la cabeza―. Muchacho alto, de piel blanca, greñudo y pecoso. Está estudiando en la misma escuela que tú, seguramente lo has visto… es posible que de repente alguien te pregunte por él. Lo que sea que te pregunten, tú nunca lo has visto ―su tono se iba volviendo más severo conforme hablaba―, ¿entendiste?
―Está bien ―Calista no entendía nada, pero decidió no preguntar.
Llegaron a la casa en donde la abuela Ana los recibió con comida caliente y, terminando de comer, Nabor volvió a salir sin dar explicación.
Calista salió a los campos de sembradío del rancho. Quitando lo que pasó con aquel sacerdote, ella tenía buenos recuerdos de ese lugar, sobre todo de las navidades, donde se reunía toda la familia y ella solía jugar con sus primos. Entonces recordó un lugar al que no iba desde hacía unos 5 años, un granero donde los empleados solían empaquetar y almacenar las plantas, era un lugar donde ella y sus primos solían subir al ático para contar historias de terror, y donde dejaron de ir pues su abuela los acusó de herejes. Recordaba que estaba al final del rancho, entre el huerto de árboles frutales.
El sol se ponía cuando lo encontró, con las pacas de hierba perfectamente acomodadas en su interior y, al fondo, la escalera de madera que daba al ático. Estaba por subir cuando una voz resonó en el lugar.
―¿A dónde chingados vas? ―era su abuelo.
―Al… ático ―titubeó ella.