Frío. Eso era todo lo que podía sentir. Frío y dolor. A las afueras del hotel, los raquíticos árboles con sus hojas caídas se sentían como un reflejo de ella misma. Quizá en algún momento fueron tan robustos e imponentes que con su sombra daban cobijo a toda clase de seres vivos, pero ahora de ellos solo quedaba una cáscara inerte. Desde que llegó no había desempacado sus pertenencias. Todo estaba exactamente en donde lo había dejado la primera noche. ¿Para qué iba a hacerlo? Si en algunas horas se marcharía y ya no necesitaría nada de lo que había traído consigo.
Era invierno, invierno de 1996 y ella acababa de cumplir 70 años. 70 largos años. Pensó mientras se levantaba de la cama notando que sus viejas articulaciones estaban adoloridas. Dándose un poco de calor en las rodillas, se lamentó internamente al ver sus dedos todos nudosos y agarrotados. Estaba vieja, casi que en el ocaso de su vida. Abriendo la llave del baño, dejó que el agua caliente corriera esperando que la sensación de calidez y vapor relajara sus músculos y le aliviara el dolor.
Con la mirada vacía en la pared de baldosas blancas era incapaz de pensar en algún recuerdo que le hiciera sentir verdaderamente feliz. Las memorias de su infancia eran muy borrosas, lagunas de momentos que no llegaban a significar nada. De acuerdo con su psiquiatra aquello se debía a una infancia traumática. Su mente, para aliviar el dolor, había decidido mucho tiempo atrás que olvidar era sinónimo de sobrevivir; pero ¿cómo se le enseñaba a olvidar al alma todo el dolor acumulado? La mente podría tener sus mecanismos de defensa, pero el espíritu siempre recordaba.
Saliendo de la ducha miró su reflejo en el pequeño espejo en frente suyo. Era una imagen triste, ella era una persona triste. Sus ojos se veían ligeramente hundidos en sus cuencas, sin luz detrás de sus pupilas y rodeados de arrugas que parecían los surcos que dejaban los ríos cuando se secaban. Quizá de tanto llorar en el pasado, en medio de la desesperación, se le habían formado y ahora que no tenía ni una sola lágrima para derramar, solo quedaban los rastros de ellas al caer. No estaba segura de si era capaz de sentir el dolor y la pesadez, o solo se había acostumbrado demasiado a la tristeza como para reconocer que era capaz de sentir algo. Pero todo terminaría aquella noche. Su alma iba a ser libre de la experiencia tan mundana del dolor terrenal.
Consigo había traído su confiable máquina de escribir y algunas hojas de papel para poder continuar con el libro que estaba escribiendo. Aunque podría parecer una obra sacada de la ficción, y esa había sido su intención inicial, ahora era casi que un libro de sus propias memorias. Le faltaba tan solo el último capítulo, la afamada despedida. Probablemente a los lectores les gustaría un final feliz, pero la vida no es un cuento de hadas. Los finales felices son parte de la fantasía, esos deseos que todos querían pero que muy pocos eran capaces de alcanzar.
Cuando el último punto de la última página fue puesto en la hoja de papel, ella sintió un extraño sentimiento de alivio. Parte de la pesadez que venía cargando por años se despejaba como la bruma en una mañana soleada. Solo que no había ningún sol, tan solo había existencia.
El café a su lado ya se había enfriado por lo que lo tiró en el lavabo antes de lavarse los dientes. Tomando la misma gabardina beige que llevaba a todo lado y su maleta completamente llena con sus pertenencias, salió de su habitación para poder caminar por las calles alrededor.
Diciembre era una temporada curiosa. A pesar del penetrante frío característico de la estación, todas las personas se notaban con cierto aire festivo y esperanzador. Había calidez en donde fuese que mirase. Las decoraciones le daban color al paisaje casi gris, la música en algunas tiendas animaba el ambiente, la gente en carrera intentando comprar los regalos, había festividad en el ambiente; más no por eso el aire que los envolvía era menos frío.
Sentándose en una de las banquetas de metal, permaneció algunas horas tan solo observando lo que pasaba a su alrededor. Se preguntaba si los niños que jugaban en el parque eran felices, se preguntaba si eran amados, si no eran maltratados o ignorados. Guardaba en lo profundo de su ser la luz y esperanza que conforme pasaran las décadas la crianza de los niños fuese más amable que la que ella tuvo. Al día de hoy aún recordaba las palizas que su madre le daba cada vez que estaba molesta por alguno de sus errores. Sentía escalofríos con solo pensar en ello. De manera inconsciente, se acarició uno de sus brazos en donde su madre le había dejado una cicatriz en una de esas golpizas.
Cuando era joven pensaba que su futuro sería brillante. Recién graduada de la universidad, fue contratada en una de las revistas juveniles más importantes del país. Su vida parecía prometedora, lejos de una familia que, aunque no lo dijera, le parecía apabullantemente. Ocultaba su dolor en aquella mujer vivaracha, que siempre sonreía e intentaba animar a sus hermanos y sobrinos porque no deseaba que tuvieran que pasar lo mismo que ella. Pero el dolor siempre existió ahí, solo que cuando se es joven, pensaba ella, era mucho más sencillo ver las posibilidades de que todo cambiara. Había esperanza. Ahora, ni eso queda.
En algún momento, durante su década dorada en las soleadas playas del sur, algo hizo click en ella. O mejor dicho, algo se estaba desmoronando y ahora solo quedaba una endeble estructura. Una vuelta de tuerca, como leyó alguna vez en uno de sus libros favoritos. Desesperada y al borde del colapso, buscó ayuda. Mirando atrás, pensaba más bien que la ayuda la había buscado a ella. Un letrero de un consultorio médico, un nombre que en su interior le generaba confianza. Quizá sería esa su alternativa. A fin de cuentas, la ciencia de la psiquiatría estaba en boca de todos como una forma que ayudaba a callar el ruido de la mente.
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Editado: 18.08.2025