Al huir de la casa de los Dragomir, Paul, en su forma de enorme bestia aulló con fuerza al llegar al límite del bosque. Aquel aullido a los cuatro vientos no era más que una advertencia a los habitantes de Transilvania. Aquel sonido se escuchó por casi todo aquel caserío renacentista, sin importar la zona ni el estrato, todos los transilvanos escucharon con pavidez aquella señal de que el peligro estaba apoderándose de las calles del pacífico lugar.
Cansados de ser acechados por aquellas monstruosas y despiadadas criaturas, los lugareños se ocultaron en sus casas por orden de las autoridades quienes, muy enojados y con actitud valerosa, se armaron hasta los dientes para ir en busca de aquel maldito ser que despedazaba a cuanto ser viviente se cruzara en su camino.
La primera noche fue, quizás, la más tranquila de todas. Paul era lo suficientemente astuto para no volver a Transilvania. A pesar de no ser consciente de sus actos bajo su transformación, sabía que lo estarían buscando por cada rincón de la pequeña ciudad por más remoto que fuera.
Mientras tanto, Nicoleta y su hija ya no sabían qué hacer ni a dónde huir para que Paul no las encontrara nunca más. La mujer no conocía a nadie por fuera de la ciudad ni mucho menos fuera del país. Viorica no quería involucrar a las pocas amistades que tenía, o más bien, estas no querían tener contacto con ella desde que Paul devoró a su hermano aquella noche.
—¿Qué haremos, madre? —cuestionó la joven dama entre sollozos y la cara empapada de lágrimas debido al miedo que le causaba su hermano. —¿A dónde iremos sin que Paul nos encuentre y nos devore? Temo por mi vida, no quiero padecer ante el dolor y la inmensa agonía como mi pobre hermano. No quiero que su nefasta manera de morir se repita conmigo.
—¿Crees que no temo por mi vida? —interrumpió Nicoleta —¿Crees que yo no estoy condenada como tu padre y tu hermano? Paul viene por mí y no descansará hasta matarme como lo hizo con Velkan. —trató de calmarse y respiró profundo —tenemos que pensar en algo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Y si lo asesinamos? —preguntó Viorica creyendo que esa sería la solución a todo ese problema. —Si le arrebatamos la vida ya no habrá mal que nos agobie y podremos seguir adelante solas.
—Me temo que eso no será posible para nosotras. —manifestó Nicoleta demostrando una expresión de enorme decepción al ver que por desgracia, ellas jamás podrían acabar con Paul con una simple bala o un cuchillo en su pecho.
Ambas intentaron conciliar el sueño, pero cada vez que estaban a punto de lograrlo, algo las despertaba. Desde un ligero ruido por el viento contra la ventana, hasta la voz de Paul merodeando en su imaginación. Estaban al borde de la locura, ya no podían más ante aquel flagelo que aparentaba no tener fin, y del que sin duda, tampoco podían escapar al menos tan fácilmente.
La primera noche fue eterna para Nicoleta y Viorica, parecía extenderse como si Paul hiciera algún truco de magia o hubiese lanzado una maldición para que ambas no pudieran dormir. Sin saberlo, la noche estaba a favor del joven quien aún seguía convertido en aquella feroz y salvaje bestia peluda y de colmillos filosos, listos para desgarrar la carne de su próxima víctima.
Resguardado, a lo lejos de la vista de cualquier transilvano, Paul se disponía a descansar tranquilamente sabiendo que en aquel rincón de los Montes Cárpatos no podían hallarle o al menos, interrumpir su letargo. A pesar de que no quería dormir pese a que el cansancio lo consumía sobremanera, Paul lentamente cayó en su sopor hasta quedar profundamente dormido.
Al amanecer, el joven despertó desnudo y tiritando por el frío de la mañana. Con presteza se levantó y corrió hasta encontrar una mochila que solía ocultar detrás de unas rocas. Aquella mochila estaba cargada con ropa y algunas frutas como manzanas y un racimo de uvas verdes provenientes de Italia. Paul sacó las uvas y comenzó a comerlas casi enteras, llevándolas en grupos de diez hasta su boca.
«Tengo que hacer algo para que no me vean ni me atrapen esta noche», pensó mientras seguía tragándose las uvas. «Tengo que acabar con ella, debo vengar a mi padre». Tomó la manzana y llevándose la mochila hasta su espalda, se levantó del suelo y se dispuso a caminar en dirección hacia las montañas.
A lo lejos, Paul permaneció oculto esperando por la llegada de la noche. Quería cumplir con su objetivo sin importar las consecuencias, estaba dispuesto a morir de ser necesario, pero no antes de devorar a su propia madre.