Noctámbulos

Camino a casa

La madrugada estaba altísima y la luna en todo su esplendor, cuando por el camino viejo entró galopando Escarlata. En su lomo albino, limpio de silla o de manto, venía recostado el jinete como si fuese en una diligencia y no estuviese en su mano conducir a la bestia.

Su nombre era Domingo Rojas, el "hombre de la garrafa" si se entraba en el pueblo. Había cumplido hace dos días los sesenta y cinco años sin una sola cana en la cabeza y, aunque ya comenzaba a escasearle el pelo, los amigos le decían a menudo que el mandinga lo había elegido para ser su compañero y que por eso se mantenía joven. Ahora bien, tampoco pasaban por alto su traje elegantísimo de hacendado: su manta de castilla gruesa y pesada, su sombrero ancho y sus botas de cuero fino rematadas en relucientes espuelas de plata. Así le decían a los niños que era el cola de flecha y así la ingenuidad campesina (la borrachera de madrugada, si se es más preciso) se los recordaba hasta cercano el momento de usar el traje de palo.

En esas reuniones nocturnas el viejecito sonreía mostrando su reluciente diente de oro, se colocaba el sombrero de paño que le prestaba su primo y decía con una voz ligera de tensiones: 'Al diablo no se le pregunta si es el diablo, compadre. No lo vaya un día a llevar el verdadero por metido'. En seguida secundaban las risas y los empujones al que había preguntado con el motor valeroso que otorga el vino, quien a raíz de tener los sentidos nublados terminaba de igual forma riendo con las carcajadas del resto.

Mas, aquel día no llevaba ni manta de castilla ni sombrero, mucho menos sus espuelas de plata. Estaba con la ropa que usaba para ir a las chacras, llena de tierra negra y mojada de sudor hediondo a alcohol. Había tomado hasta que se le vino el techo encima y terminó participando de las historias contadas junto al fuego con la narración de siempre. Al terminar tenía la cabeza prácticamente pegada al vientre y la respiración le quemaba incluso en los dedos de los pies, como si caminase sobre brasas.

Apenas logró montar a Escarlata, pero se negó a recibir ayuda de los que, a final de cuentas, estaban igual de afectados por la bebida. Cuando ya estuvo sobre su compañera, el calor del animal lo abrazó tan rápidamente que se quedó dormido. De todas formas la yegua sabía el camino a casa.

Llevaban cerca de media hora de viaje cuando se sintió el galopar de otro caballo por la izquierda. Domingo, entre despierto y dormido, miró hacia la fuente del sonido por el rabillo del ojo. El pelaje negro alquitrán del animal atravesó sus pupilas como llenándolas, devorando por entero las piernas tambaleantes del jinete que iba sobre él. Al subir por la longitud de las extremidades llegó a una camisa blanca muy sucia bajo el poncho que recordaba haber prestado a un amigo, razón por la cual lo reconoció aún sin ver su cara.

-Oye, Julio- pronunció con la lengua traposa, sin llegar a subir la vista más arriba del cinturón de cuero-. ¿Por qué vas por este camino? Tu señora no te va a dejar entrar a la casa después.

No hubo una respuesta inmediata, por lo que el anciano hizo uso de todo su esfuerzo para elevar la mirada hasta su rostro. La piel estaba enrojecida y los labios temblorosos, extendidos en una sonrisa que prácticamente estaba colgando de sus orejas. No hacía falta preguntar para darse cuenta de que estaba completamente ebrio sobre el caballo, aunque iba sentado mucho más derecho que él.

El anciano entrecerró los ojos para enfocar mejor su cara. Sus ojos estaban vidriosos y rojizos sobre la iris azulina, terminando en un profundo pozo justo en la zona que la anatomía óptica ennegrecía la mirada. Se veía demasiado feliz, como en sus mejores días de juerga en la juventud, pero su expresión pícara se veía suave y jabonosa como la de los ancianos.

-Na' que ver, Domingo- terminó por decir el recién llegado, después de lo que pareció una eternidad. Alzó una mano y la tiró hacia atrás soltando la muñeca, como deshaciéndose de la idea anterior. Finalmente, soltó una risita infantil-. Déjame acompañarte a la casa.

El viejo frunció el ceño exageradamente ante lo ultimo. Nunca, ni un solo día de todos los años que llevaban de amistad, Julio le había ofrecido una escolta hasta su casa. Jamás importaba si estaba ebrio, gravemente enfermo o incluso medio muerto; el hombre no le ofrecía más que suerte y unas palmadas en la retaguardia de su caballo. Era sumamente extraño que ahora su amigo de toda la vida actuara como uno de verdad.

-Ah, mira que te poní' insoportable- refunfuñó tratando de estirarse sobre su yegua, totalmente molesto por la repentina amabilidad de Julio-. Quizás que se te ocurre cuando lleguemos a la casa. Ya te dije que estoy muy viejo pa' andar haciendo cuestiones raras contigo.

Su compañero puso la boca en forma de "o" y sé agachó un poco sobre la montura de su precioso animal. Su rostro se veía ahora un poco apagado, pero la sonrisa seguía imperturbable sobre él.

-Mira, viejo rabioso- escupió con una claridad impresionante para su estado etílico-. ¿Pa' qué tan malpensado? Quiero cuidarte no más. La noche no perdona a nadie.

-¿Y qué tan bueno es que se cuiden dos curaos?

Julio se incorporó y miró al frente, en donde la oscuridad de la noche devoraba el camino. Sólo eran visibles los siguientes veinte centímetros del sendero. Domingo también lo observó y fue consciente como nunca de que su único censor era Escarlata. Sintió vértigo por unos segundos.

- No nos pueden atajar a los dos en el camino- dijo Julio suavemente, diciendo cada palabra como una sentencia terrible-. Uno se hará cargo del otro si se cae y pide ayuda.

Domingo se aferró a su yegua y le dio una suave patada al vientre, logrando adelantar un poco el camino. Se concentró en la oscuridad al frente, sin pensar realmente en ella. El alcohol lo tenía mareado, no la estampa oscura de la noche. Daba lo mismo que fuera tarde o que sus venas cargaran más brebaje alcohólico que sangre; su amigo lo quería molestar de cualquier manera.

-Y ya me echái' encima el cuerpo- volvió a gruñir Domingo, sintiendo el frío colarse por su ropa mojada-. Si tú me vai' a cuidar, cosa tuya. Yo no te voy a prometer nada. Ni que fuerai mi mujer.

Julio se rió detrás de él y apresuró el paso tan sigilosamente que Domingo no pudo escuchar el paso de su caballo.

-Ya, si eso lo tengo bien claro. Déjame ir contigo, garrafita.

-Haz la cuestión que querai. Yo me voy no más.

Y Julio lo siguió como una estampa de hielo, sin hablar más que para advertir a Domingo de uno que otro animal pequeño que se metía danzando graciosamente bajo las patas de Escarlata. Parecía muy concentrado en el camino, en el caballo de Domingo, en su figura tambaleante y ligera.

La luna brillaba amablemente entre los árboles gigantes de medio sendero y, con el murmullo de las criaturas nocturnas entre las hojas de los arbustos salvajes y el acompasado latir de su amada yegua, Julio comenzó a olvidar que su viaje tenía compañía.

A medida que iba sudando el alcohol, era más consciente del frío y la niebla del camino. Se sentía incómodo y el corazón le bombeaba tan rápidamente que sentía que en cualquier momento iba a caer desplomado del animal.

Entonces se prometió no volver a beber sólo durante la noche, al menos no tan lejos de su casa. Si le querían llevar el alma, que fuera de viejo y de tonto, no por jugar a la juvenil carrera del valor inventado.

Escarlata también estaba en silencio. Apenas pisaba la tierra húmeda y lo hacía tan lentamente que parecía que nunca avanzara. Domingo percibía su resoplar tembloroso, como cuando se ha cabalgado por horas sin beber y el cansancio sumado a la sed provocan una pavorosa insolación, aún a plena luz de la luna.

Algo en medio de la noche estaba llevándose a Escarlata a un laberinto de temor injustificado, pero no quiso apresurar más la carrera hasta que vio la madera blanca de los establos resplandecer bajo las antorchas que, afortunadamente, los peones no apagaban jamás. La cabeza de los potrillos nuevos se asomaba por la pequeña portezuela que separaba la sección de los equinos del resto de la caseta, en la que las vacas aún rumiaban su última comida sin soltar un solo sonido en su incesante balanceo nocturno. Aladino, uno de sus guardias más ancianos, estaba sentado en una silla junto al ganado con el mentón apoyado en la barriga, roncando tan fuerte que podía escucharse claramente desde la distancia a la que se encontraba su patrón, o quizás era la monótona reproducción del sonido que había estado acostumbrado a escuchar por los últimos veinte años. De igual modo, esa imagen le sirvió para apaciguar la idea de los cuatreros armados que la oscuridad estaba alimentando en su cabeza desde hacía un buen rato.

Cuando clavó el talón en el vientre de su compañera, la yegua apresuró el paso de una forma tan súbita que hizo saltar su cuerpo por lo menos medio metro y, de no ser por que la borrachera había cedido un poco, no habría sido capaz de sostenerse de su cuello para mantenerse sobre ella. De pronto el aire frío le supo extremadamente agradable, suave, dejando un juguetón cosquilleo en la piel de su rostro afeitado.

Al estar cerca de la casona, el fuerte relinchar del otro caballo lo hizo fundirse sobre la columna del animal. Sé puso tieso, sin atreverse a mirar hacia atrás, pero no dejó que la sorpresa le impidiese contestar a la protesta de la bestia que los acompañaba.

-Ya llegamos, Julio- su voz sonaba algo más compuesta, aunque seguía estando aletargada-. ¿Vai a entrar?

La respuesta inmediata fue el silencio natural de la hora.

-Oye.

Cuando Domingo se dio la vuelta, su compañero de camino le contemplaba unos metros más atrás con expresión afligida y ligera, sosteniendo el sombrero de paño sobre el pecho en un gesto solemne. El brillo de sus ojos se había apagado y, cuando inclinó la cabeza en señal de despedida, las palabras que intentaron salir de su boca murieron a medio camino cuando el portazo de la casona hizo eco en la distancia.

-¡Domo, dios mío!- la voz espantada de su esposa Raquel le erizó los bellos de la nuca y, aunque quería preguntarle un par de cosas a su amigo, su cuerpo se volteó como un resorte para contemplar a la mujer que corría en su dirección sin más abrigo que su camisón de dormir y un chaleco de trajín-. ¡Apúrate Domo!

El anciano dio un suave golpe en el lomo de su yegua y se bajó de un salto, cayendo con los pies torcidos sobre la mala hierba que crecía por los alrededores de la casa. Se sintió súbitamente mareado, pero su instinto protector lo hizo emprender de igual forma una torpe carrera para encontrar a su amada con los brazos abiertos en cruz, sintiendo un extraño nudo aglomerándose en el estomago, en las piernas, en el pecho y en cada zona del cuerpo con una dolorosa torsión de músculos dormidos.

Los ojos espantados de Raquel estaban lagrimeando con una soltura preocupante y su manera de correr, tan poco fina, tan desparpajada como la de una cría de vaca era de alguna manera demasiado para su pobre corazón ebrio. Solo había visto a su mujer en esas condiciones otras dos veces en su vida, pero ninguna lo había asustado tanto desde la misma incertidumbre.

-¿Qué pasó Quelo?

La mujer soltaba bramidos ininteligibles, tratando de expresar lo que latía en su pecho haciendo las veces de corazón. Había esperado por tres horas en un llanto seco para transmitir la noticia, sin lágrimas ni mocos, sin gemidos ni resuellos, pero la misma fuerza con la que había permanecido alerta a escuchar el tropezar cansado y leal de Escarlata por los alrededores le había levantado sobre sus piernas repletas de várices amoratadas y serpenteantes para encontrar a su esposo, ahora solo le servían para escupir sonidos de ahogo sin más contenido que su propia angustia.

Finalmente, cuando lograron encontrarse en un abrazo apretado y el cuerpo semi convulsivo de la mujer y el torso encorvado del hombre se ataron en un confuso nudo de protección, una frase fue capaz de salir entera de los delgados labios de Raquel.

-Se murió, Domo.

A aquello secundó un gemido susurrante y profundo, tan insignificante que Domingo no fue capaz de distinguirlo. En cambio, todos los otros sonidos parecieron maximizarse: el murmullo del viento sobre el pasto crecido, el paseo de las moscas que atormentaban a su yegua, los ronquidos infernales de su guardia de turno, incluso el crujir de la madera en la entrada principal cuando Virginia, una de sus empleadas más jóvenes, se asomaba con la mirada entristecida en que se regocijaba la pérdida. Esa clase de mirada ajena que revuelve el estómago, porque no hay verdadera compasión en ella, sino solo un rastro muy fino de lástima.

Sin embargo, Domingo no fue capaz de verla. Tenía los ojos clavados en el pelo revuelto de su mujer, muy abiertos, esperando una segunda información que nunca llegaba.

-¿Cómo que se murió?- su dicción sucia por la ebriedad tenía un tinte de angustia incompleta.

La mujer levantó el rostro para mirarlo a los ojos. Su expresión permanecía sombría bajo la luz de las antorchas, con la mirada brillante y el rostro lívido como el de un enfermo. Llevó una de sus manos al semblante arrugado de su esposo, tocando gentilmente su perfil derecho hasta llegar a la mandíbula, en donde la caricia murió con un tembloroso beso tranquilizador. Su piel quedó cubierta de lágrimas.

-¿Quién se murió?- volvió a preguntar, sintiendo el dejo helado de las condolencias en su propia boca.

La mujer elevó la vista con lástima, pensando en lo espantosa que sería la noticia y sin imaginar que tan lejos habían llegado las maquinaciones de su esposo para pensar que la nueva era de lo peor. El fallecido era un amigo muy antiguo y querido en la casa. Le resultaba muy difícil decirlo, mas no podía seguir torturando a Domingo con sus silencios de dramática.

-Tu compadre Julio, viejo.

El anciano sintió que el tiempo se detuvo. La respiración desapareció de todas las vías de su cuerpo y la sangre se había congelado en el punto central de su corazón, presionando y ardiendo en una persistente puntada. No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar.

Había venido todo el camino con él, había hablado con él y, cuando tenía la totalidad de los sentidos empañados, había sido orientado durante el trayecto por él. Había visto su cara sonriente, ruborizada por el alcohol. Había visto su caballo galopando por la izquierda. Había peleado con él.

No podía haberse muerto. No era posible, bajo ningún motivo, que Julio hubiese ido a su lado si aquello fuese cierto.

-No, viejita.

La mujer cerró los ojos, soltando un largo suspiro hacia el cielo. Temía que la terquedad de los años hicieran duradero el shock, pero no esperaba tener que ser más gráfica en sus explicaciones sobre el asunto. Aunque, a final de cuentas, ella sabía la noticia hace horas y lo que hubiese muerto en su corazón ya no podía morir más: debía decírselo tan dolorosamente como había sucedido.

-Sí, Domingo. El compadre se cayó del caballo como a las cinco y se murió al tiro*.

Domingo terminó de palidecer. La sangre le abandonó las piernas y tuvo que sostenerse de Escarlata, quien lo había seguido silenciosamente luego de la alocada carrera para no caer.

Julio había aparecido con el caballo como a las diez de la noche; no podía haberse muerto a las cinco.

Los recuerdos empezaron a llegar de golpe, como azotándole las sienes con aterradoras fustas.

Recordó su rostro sonriente, su boca llamándolo garrafa para persuadirlo de ir juntos, su voz de alarma al decir "¡vai a hacer pulpa ese conejo!" y su respuesta en un enojado "estoy borracho, pero no ciego".

Julio no estaba muerto.

Recordó también su rostro de piedra al llegar a la hacienda, cuando se detuvo a pocos metros de la casa. Su mujer lo hubiese visto en el instante, habría visto la despedida del sombrero invisible.

Si hubiese estado allí, lo hubiese visto.

Cuando comenzaron a caer los hechos ante sus ojos extendió las manos tras la espalda, buscando un solo acontecimiento que le diera la razón a su versión y, de paso, que le devolviese el juicio. Estaba en una edad en que el entendimiento se mezclaba con otras cosas y esa fue la última amarra de su fé.

Alzó la cabeza y miró fijamente a su esposa.

-¿Sabes una cosa, Raquel?- pronunció con un tono risueño y cansado, más bien asustado-. El compadre Julio se vino conmigo.

La anciana abrió los ojos exageradamente, haciendo uso de toda la movilidad que le permitía su artrosis para llegar a poner las manos en el cuello de la camisa del viejo. Tenía la boca desencajada como si quisiera gritar, pero en lugar de eso su voz escapó temblorosa junto a un lamento.

-¿Cómo fue eso?- lo sacudió suavemente, aferrándose a la tela-. ¿Ibas con él cuando se murió, Domo?

Domingo soltó una carcajada genuina y le tomó una de las manos a su mujer. Lentamente su corazón se estaba haciendo pequeño y cálido, sintiendo como era objeto de sentimientos encontrados: un lado de él quería fingir que estaba muchísimo más borracho y contarle que Julio había estado a su lado esa noche, pero el otro lado quería decirle que tenía miedo de que no fuese la borrachera y que dejara pasar todo.

Estuvo quieto un par de segundos y luego miró en dirección al camino. Ahí estaba de nuevo su amigo, sonriendo calidamente junto al caballo, con la montura lista para ser utilizada.

El viejo le hizo un gesto con la mano y vocalizó un suave "espera". Luego, se volteó en dirección a su mujer.

-No, vieja. Es que tenía una sensación rara de él y me quedó algo que decirle- a medida que hablaba, sus ojos adquirían un brillo tormentoso-. Voy a ir a verlo en un par de días.

La anciana supo que había algo muy turbio tras la afirmación, pero no logró precisar de que se trataba. Se había trabado en una angustia que antes no estaba, que nunca había estado y que desconocía en que instante iba a desaparecer.

La sensación le impidió dormir por las siguientes noches y, si lo hacía, despertaba acongojada de no encontrar a Domingo a su lado. Estaba enloqueciendo.

Una noche en especial, la noche de San Juan, sintió que su esposo se levantaba y se vestía, pero estaba tan cansada que ni siquiera le preguntó a donde iba.

Minutos más tarde, un ruido sordo vino desde el granero.

Abrió los ojos. Su mirada quedó a la altura de la mesita de noche y se quedó quieta como muerta mirándola vacía: el revolver no estaba.


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*Al tiro: modismo chileno que se utiliza como sinónimo de inmediatamente o en el mínimo tiempo.



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En el texto hay: fantasmas, diablo, camino

Editado: 16.08.2019

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