Nolan & Melody

E P Í L O G O

N O L A N

–No, no me gustó, ¿podemos tomar otra? Por favor–pidió mientras hacía cara de corderito a punto de ser sacrificado.

Miré la polaroid que había salido de la cámara instantánea de Melody. Era la quinta foto que nos tomábamos, y para mí en todas salíamos bien, pero al parecer ella quería algo más que una fotografía bonita. Sonreí y asentí. No me molestaba en lo absoluto que aquella chica me tuviera desde hacia media hora haciendo poses y gestos graciosos ante la cámara, no importaba si era algo que la hiciera feliz… Aunque ahora parecía todo menos entusiasmada. Algo que aprendí los primeros días que la conocí es que las cosas deben salirle perfectas.

–Descuida, son sólo foto…

Su entrecejo se frunció, y cualquier rastro de una chica dulce y linda desapareció, dejando a su paso una versión malhumorada de mi novia. Como me gustaba decir eso; mi novia, Melody ya no sólo era la chica que me gustaba, sino que ambos nos pertenecíamos por completo, podíamos fundirnos en el otro sin temor a que aquello se desquebrajara, decirlo era algo nuevo y maravilloso para mí, me sigo sintiendo algo incrédulo ante la idea, ¿quién diría que al final, yo, Nolan Adler se quedaría con la chica? Ni en mis más locos sueños pensé que saldría con alguien, mucho menos con Melody.

Pero regresando al presente, mi novia se había transformado en la versión humana del Experimento 624.

–Nolan, no son sólo fotos–imitó mi tono de voz, o eso intentó–, son recuerdos, y a mí me gusta documentar mi vida y a todos los que se encuentran en ella, y ahora tú eres parte de ella quiero tener un recuerdo tuyo…

–¿No te basta con haberme robado dos camisetas y casi todas mis sudaderas?

Sus mejillas enrojecieron levemente, pero meneó la cabeza.

–No, no es lo mismo… Dame eso–me quitó la cámara en un tono lila pastel de las manos–. Mejor vamos a tomarnos la foto, ¿no crees?

Había pasado casi tres semanas desde que Melody y yo éramos una pareja oficial, y aunque para ambos era un terreno nuevo por explorar, parecía que se nos daba bien esto de ser novios. Aunque para algunos –nuestros amigos– éramos demasiado empalagosos.

–¡Dios! Un poco más y te fundes con ella–soltó irónicamente un día Lyssander, cuando nos despedimos frente a la puerta antes de ir a nuestras respectivas clases–. Amigo, la verás dentro de…–consultó su reloj– dos horas, así que, por favor, no exageres.

Tuvo que arrastrarme al interior del salón de Ciencias sociales, porque no dejaba de seguir con la mirada la silueta de Melody que se perdía junto con Kathya rumbo a los vestidores, tenían Deportes.

–A veces me llenas de vergüenza, haces que me sienta orgulloso de ti y luego me avergüenzas, amigo. Ahora comprendo a mi padre.

Como todas las parejas jóvenes e inexpertas pasamos casi todo el tiempo juntos, pegados el uno al otro, y no comprendía porque a Lyssander y a Kathya aquello parecía asquearles, cuando desde antes de ser novios hacíamos lo mismo; iba por Melody a la escuela, dábamos una vuelta por ahí y la dejaba en su casa por las tardes, ahora la rutina era más o menos la misma, salvo que las actividades que hacíamos provenían de una lista que Melody había hecho desde hacia tiempo.

–¿Qué es eso? –le pregunté un día mientras caminábamos por parque.

–¿Qué? –preguntó mientras guardaba el pedazo de papel doblado en su bolsa.

–Lo que has guardado.

–Ah, eso–sus mejillas se sonrojaron levemente, esquivo la mirada y la centró en unos niños que se encontraban jugando en el arenero–. Nada, sólo un pedazo de papel arrugado–hizo un movimiento con su mano y le resto importancia–. ¡Ah, mira! –con su dedo señaló un pequeño puesto–, quiero un helado, vamos–tomó mi mano y me jaló.

Me costó un par de salidas que la chica confesara, algo avergonzada, que hacía tiempo que había hecho aquella lista, después de haberse visto media docena de comedias románticas, sacó ideas de cada película, libro, serie, o cualquier otra fuente que alimentara su deseo romántico.

–Es muy tonto, lo sé–confesó después de volver a guardad el papelito.

–No, no lo es. Oye–tomé su mano, la cual golpeaba inquieta sobre la mesa–, nada de lo que haces es soso o infantil, como dicen tus hermanos. Lo de aquella lista–la señalé, una esquina del papel del cuaderno sobre salía de su bolso–, quiero hacerlo todo, ¿por qué no? –sonreí.

Sus ojos se abrieron en señal de sorpresa y entusiasmo.

–¿Todo? –preguntó–, ¡son más de cien cosas! –musitó en voz baja.

–No me importa eso–le reste importancia–. Soy tu novio, cumplo con el requisito, y quiero hacer las trescientas cosas que hay ahí contigo.

–No son tantas, tampoco exageres–se rio un poco y después me dio un corto beso–. Ya llevamos cuatro–sonrió–. Esta es la quinta.

Ese día habíamos ido a cenar al restaurante italiano que se encontraba en la entrada del pueblo, y al principio creí que nos encontraríamos con muchos viajeros de paso, ancianos y parejas adultas, pero literalmente la única pareja mayor eran los dueños, los Spoto, quienes, junto con otro grupo de meseros, ayudaban a tomar las órdenes. Al final del día el Mangiamo era el punto clave para citas románticas de parejas no mayores de cuarenta años.




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