Nora: Una (mala) consejera para el amor.

Capítulo uno:

CAPÍTULO 1: No puedes enamorarte de alguien a quien no conoces. 

NORA STRAWBERRY se trataba de una niña mimada y querida por todos los habitantes de la ciudad de Plymouth; una ciudad relativamente pequeña, en donde cada habitante conocía más la vida de su vecino que su propia vida. 
 

La familia Strawberry era una de las más prestigiosas de esa considerable zona. Una familia adinerada que nunca le había faltado nada, pero aunque los Strawberry se trataba de una familia con buen estatus económico, no eran de alardear sus posesiones. Es más, el señor Strawberry, que era apreciado por gran parte de los vecinos, por su labor de ayudar a todo aquel que lo precisaba. Decían que era un ejemplo a seguir. En sus tiempos de juventud, fue un hombre muy caritativo con los demás y siempre fue recompensado con la vida misma. Ahora, ya se trataba de un hombre anciano que apenas podía mantenerse en pie. Ya no tenía pelo y su espalda era encorvada, llevaba un bastón a todas partes y prefería dormir antes que hablar. 

El señor Strawberry se había casado a la edad de veintiséis años con Isabella Williams, o mejor conocida por los vecinos, como la señora Strawberry; una mujer con el pelo rojo y muy simpática a la hora de conversar, siempre se la veía riendo por cualquier pequeñez por más absurdo que fuere. Y durante su feliz matrimonio, concedieron cuatro hijos; dos de ellos ya casados. 

Su hijo mayor: Christian Strawberry, se había casado con su vecina de al lado, anteriormente conocida como la señorita Daphne Brown, pero ahora reconocida como la señora Strawberry. Juntos se habían marchado a vivir a Londres, ya que el mayor de ellos seguía el paso de su padre y había emprendido su propio comercio, según el señor Strawberry, le iba demasiado bien en lo suyo. 

Su segunda hija, anteriormente conocida como Samantha Strawberry, se había casado con el señor Danch, un hombre que se había quedado viudo y con una niña. Según la señora Strawberry, había sido amor a primera vista en ambos.  

¡Qué romántico!, dijo más de uno. 

Y a diferencia de su primer hijo, ambos permanecieron viviendo en Plymouth. 

Su tercera hija, Adelaide Strawberry, que aún estaba en busca de un buen marido, que la quisiera tanto como los libros románticos lo expresaban; se trataba de una romántica empedernida. 

Y la cuarta y última hija de la pareja, era Nora Strawberry, una niña de dieciséis años que daba consejos a los más desafortunados. 

Nora era simpática y empática a la vez, siempre veía lo positivo de la vida, y es por esa misma razón, que era amada y apreciada en su pequeña ciudad. 

La familia vivía una buena vida en Plymouth, eran ricos y contaban con una elegante y buena casa, la más grande de la zona. Tenían criados, como todo hogar bueno de Inglaterra, y todos solían ser bien tratados por los Strawberry. Sus empleados amaban trabajar para ellos. 

Por su parte, Nora tenía una íntima amistad con su doncella, que era diez años mayor que ella. La conocía desde que era una niña, y su amistad fue creciendo y ambas compartieron muchas cosas juntas. 

Tyrene Smith, como era el nombre de la doncella de Nora, había cumplido sus veintiséis años y veía con buenos ojos el casamiento; aunque Nora evitaba aquella conversación a toda costa. No quería por nada de este mundo que su amistad más sincera se apartará de ella y se juntara con un hombre. Pero la doncella Tyrene no veía con malos ojos unir su vida a un hombre. 

Siempre que tenía la oportunidad, se lo expresaba a Nora, y Nora le decía: 

—Él indicado vendrá por ti, no te apresures, o puedes caer en manos equivocadas. 

Y su doncella le escuchaba porque confiaba ciegamente en su amiga. Pero los deseos de Nora eran en realidad egoístas. Ella no quería que Tyrene se uniera a ningún hombre, decía que ninguno era digno de su amor y cariño; todos eran tan huecos y tontos, ninguno sensato y listo. 

Pero una mañana, precisamente una mañana de domingo, cuando ambas habían acudido a la misa del padre William. Tyrene había observado de más a un hombre que estaba sentado del otro lado de la hilera de butacas, en donde estaban ellas. Nora se había percatado de aquella acción y había sentido fastidio en su interior, ya que Tyrene estaba viendo a ese hombre de una manera placentera y romántica. 

<<Debía serlo, ella estaba enamorada de ese misterioso hombre>>, pensaba Nora. 

Nora por las noches pensaba y pensaba de quien podría tratarse aquel enigmático hombre que su amiga más querida había elegido mirar más de lo permitido. Tenía la certeza de que lo averiguaría aunque le costara una vida entera. 

Todos los domingos parecían iguales; Tyrene y Nora se sentaban en el mismo lugar de siempre, mientras que aquel hombre se sentaba en la butaca de al lado, y todo el tiempo llevaba una biblia en sus manos. Parecía nunca prestar atención a los sermones del padre William, ya que su vista solamente estaba clavada en la biblia. 

Sin darse cuenta, Nora también observaba de más a aquel sujeto. 

Dedujo que se trataba de un hombre con unos treinta y cuatro o treinta cinco años, no más ni menos. Y parecía estar bien en lo económico, puesto que vestía moderadas prendas de vestir; así pues, Nora quiso descubrir más sobre él. 

En un domingo, recuerda bien Nora, finalmente, y luego de tantas miradas por parte de ambas hacia su dirección, el extraño hombre se acercó a las dos y le obsequió un saludo cordial. 

Nora lo escudriño de pies a cabeza, mientras Tyrene a su lado se sonrojó ante un cumplido pequeño de parte de aquel sujeto incierto. 

Por otra parte, Nora volvió a sentir como muy pronto, perdería a su amiga para siempre. 

En una mañana de té, cuando ambas estaban disfrutando de un día lluvioso, frente a la chimenea, sentadas en un sillón de color melocotón, Nora no lo resistió más y le preguntó cuáles era sus sentimientos hacia aquel hombre: 




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