2.
Glasgow, la mayor ciudad de Escocia, la más viva, abierta e industrial de aquel país, también la más violenta, sectaria y sucia de aquella nación, pero las oportunidades que ella ofrecía eran enormes.
Ella marchó de su país natal por diversos motivos, había el oficial y el personal.
El primero era sencillamente porque la empresa en la cual trabajaba deseaba ampliar horizontes y decidieron que en aquel país y en aquella ciudad se daban las coyunturas comerciales para expandir el negocio e internacionalizar la marca.
El segundo era porque su vida personal había dado un vuelco, ni para mejor ni peor, pero había cambiado. Su percepción de la vida había variado, el romanticismo habitual en ella estaba extinguido de su alma, era más fría y calculadora. Como los habitantes de aquel lugar pensaba más en sí misma y en su futuro.
Los motivos que la indujeron a aquel cambio de carácter se los guardaba para sí misma, y eso le molestaba en parte, y le molestaba sencillamente porque aquella huida hacia su interior le recordaba a alguien.
Y no deseaba pensar en ese alguien.
Sumados, pues, ambos factores hicieron que se decidiera a aceptar aquella propuesta laboral. Ganaría un sueldo más que aceptable en libras esterlinas, neto, completamente limpio. La empresa le proporcionaba una casa de manera gratuita, de aquellas casas tipo victoriano tan habituales en aquella ciudad. Gastos de comida y demás lo cobraba aparte del sueldo estipulado, y a la Hacienda Británica también sería la empresa la que se rascaría el bolsillo. Todo ello equivalía a que unos años de estancia allí la llevarían a una jubilación extraordinaria en la parte del mundo que ella quisiese. Volviendo a su país o comprando un bungalow en alguna isla del Caribe, un iglú en Groenlandia, una tienda sioux en Estados Unidos o bajo un cocotero en Senegal, dispondría de lo que quisiera y en donde quisiese.
Pero también sabía perfectamente que hay cosas que el dinero jamás podrá comprar.
Había transcurrido un año y medio y aún se preguntaba el porqué. Tal vez fue demasiado precipitada su decisión, sí, debía reconocer que a veces dudaba, pero él debió contárselo.
Sí, le gustó, pero también le molestó.
En una cosa ella no había cambiado en nada, pues inspiró, encendió el cigarrillo y expulsó el humo con aquel erotismo característico tan suyo.