Norte

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Como casi cada día, entre las cinco y media de la mañana y las seis, sus ojos se abrían y ya no había modo alguno de conciliar el sueño de nuevo. Era una rutina que antes le gustaba, pero a medida que transcurrían los años le empezaba a incordiar levemente, y antes le agradaba aquello de levantarse y encontrar oscuridad y silencio, porque allí donde vivía carecía normalmente de eso y él lo necesitaba para escribir. Ahora era todo lo contrario, le sobraba. O para ser más exactos, tenía más de la que deseaba de noche, y mutismo, porque sencillamente era incapaz de crear una historia mínimamente buena. Lo intentaba, prácticamente todos los días, lo probaba a diferentes horas, no fuera que allí en el norte de Europa tuviesen un horario diferente que en su Mediterráneo, pero no podía lograrlo. Aquella inspiración tan fértil de un par de años atrás parecía haberlo abandonado definitivamente, y eso, en aquella soledad buscada, elegida, le empezaba a deprimir.

Llevaba viviendo en aquella mansión situada en la isla de Skye tres meses. Sus compras más básicas las realizaba en Portree, el pueblo más grande de aquella pequeña isla. Si era algo más complicado de encontrar, sencillamente cogía el transbordador de la Caledonian Mc Brayne y en una media hora llegaba hasta la ciudad de Oban, y si lo que deseaba ya eran cosas de índole muy, pero que muy personal e íntima, se llegaba hasta la capital de Escocia, la majestuosa Edimburgo, a pesar de que tenía mucho más cerca la bulliciosa Glasgow. Pero esta no era muy de su devoción: tan solo había ido en una ocasión a ver al Celtic, equipo de fútbol que llevaba en su corazón desde su adolescencia.

¿Y qué era aquello muy, pero que muy personal e íntimo por lo se debía desplazar hasta Edimburgo?

Lo personal era el vicio y lo íntimo, compañía.

El vicio, un poco de cocaína, y la compañía, femenina.

El joven que le enseñó la mansión por vez primera era de Edimburgo y representaba a unas fincas de aquella ciudad. Era un chico de 25 años, sobrino del dueño de dichas fincas, tatuado y lleno de piercings, pero eficaz y jovial, todo amabilidad en el trato profesional y personal. Cuando firmaron el contrato, allá en la capital, lo invitó a unas cervezas y le dijo, entre otras cosas:

—Tío, has hecho una compra increíble, te lo digo ahora que ya has firmado y es tuya para lo que la quieres, estar solo y escribir. Es de puta madre, pero si te entra el mal rollo… aquello es muy solitario. Mira, yo te doy esta tarjeta por si necesitas algo, ¿me entiendes? Compañía o algo para sentirte mejor. Me llamas, yo te acompaño el primer día y te presento a gente de fiar. Si no quieres tranquilo, rompes la tarjeta y ningún problema, ¿correcto?

Llevaba en aquel lugar tan solo un mes cuando llamó a Steve, ese era el nombre de aquel joven. Se desplazó hasta Edimburgo, en el parque de Princess Street, donde entre tanto turista nadie llama la atención. Allí le presentó a Andrew, un expolicía expulsado por traficar con mercancía robada, cocaína, exactamente. Allí compró el primer gramo. En cuanto a compañía femenina, Steve le dijo que podía presentarle a unas chicas que no eran profesionales, eran simplemente amigas suyas, universitarias de St. Andrew, una lituana, otra irlandesa y la última escocesa. Le enseñó tres fotografías de cuerpo entero. Señaló una. Había elegido a la pelirroja irlandesa, Mary, Steve la llamó. Estaba en clase. Quedaron para el próximo sábado.

Perdón, no he presentado al protagonista masculino de esta historia.

Se llama Calassanç, es de Vilanova i la Geltrú, 52 años y su oficio actual, escritor.




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