Norte

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7.

Tiró el cigarrillo por la pequeña ventana de la buhardilla. Tenía que llamar a su amiga Amy y preguntarle cómo se encontraba. La noche anterior estaba borracha como ella. La única diferencia era que su amiga estaba, además, deprimida, y Elba sabía muy bien uno de los motivos de aquella depresión, lo sabía perfectamente.

Mal de amores, y eso siempre es un problema, pero en aquel caso era mucho más que eso sencillamente porque Elba sabía a la perfección el nombre de la persona que no correspondía a su amiga en esos asuntos del corazón.

Porque simplemente era ella.

Amy nunca se lo había dicho, ni tan solo insinuado, pero las personas maduras que ya han pasado por trances equivalentes, bien el de amar o de saberse amado, lo perciben en la actitud, miradas, gestos, rabias, celos, todo ello en el más absoluto silencio del que ama.

Cuando Elba aceptó aquel trabajo, el de relaciones públicas y directora comercial, Amy fue su primera compañera de oficina como directora ejecutiva. Ambas tenían el mismo poder de decisión y se complementaban a la perfección, y ellas fueron, de manera consensuada, las que eligieron a todos sus empleados. A las pocas semanas Elba ya se dio cuenta de que su compañera sentía predilección especial por ella, pero eso no le ofendía en absoluto. Al contrario, debería ser siempre un honor sentirse amado, lo único que hizo ella fue tratarla con absoluta normalidad y no darle esperanzas como tampoco decirle de manera contundente que se equivocaba respecto a ella.

Mientras estuvo fumando aquel cigarrillo pensó en sí misma y en Amy. Esta, aparte de ser una magnífica compañera de trabajo, era una persona excepcional, buena, amable, servicial y educada, y Elba pensó una cosa.

Mejor, pensó en dos cosas que podían complementarse.

La segunda en la que pensó fue que desde que tomó contacto en tierra escocesa no había tenido relaciones íntimas con nadie, ni las buscó, y no lo hizo porque no le apetecía estar con ningún hombre. Apenas salía de casa y, cuando lo hacía, era para ir al cine o al teatro, normalmente sola, aunque en alguna ocasión Amy la acompañó. Evidentemente sí satisfizo sus ocasionales deseos, pero lo hizo en íntima soledad.

Lo primero que pensó fue que podía invitar a su amiga a pasar el fin de semana en Edimburgo. Glasgow tenía de todo, pero quería cambiar un poco la rutina de ver siempre las mismas piedras. La invitaría a comer y a ver algún espectáculo. Luego le diría que ya que estaban allí podían alquilar una habitación de hotel y dormir en aquella ciudad, para por la mañana visitar algún museo o ir de compras, comer en algún restaurante de moda y regreso a Glasgow, pero ese no era exactamente el fondo de aquella invitación.

En el hotel, Elba le hablaría con claridad a Amy que no esperara reciprocidad en su amor, no se veía compartiendo hogar y vida con una mujer, pues ella no se sentía lesbiana. A cambio, si Amy lo entendía y lo aceptaba sin tristeza o trauma alguno, ella estaba dispuesta a experimentar con su cuerpo, no le prometía nada, solo le garantizaba una primera vez. Si física y espiritualmente era placentero y no afectaba su relación laboral, bueno, en ocasiones más vale acompañado que solo.

Esperaría aún un par de horas antes de llamarla y contarle su plan, medio plan, el resto ya se lo diría. Abrió el grifo de la bañera y de momento tan solo la llenó con un palmo de agua. Cortó el agua.

Hacía tan solo dos días había ido a depilarse a la cera. Llevaba, pues, el cuerpo suave y libre de vello, pero en ciertos aspectos más vale prevenir. Cogió una cuchilla de afeitar Venus, colocó en su mano un poco de espuma y la esparció con suavidad. Separó sus piernas: una fina línea rubia dividía su sexo en dos. La hizo desaparecer en unos pocos movimientos con la Venus y volvió a abrir el grifo de agua tibia hasta llenar su bañera.

Previamente, antes de la inmersión en aquella bañera, había preparado una radio con CD, y seleccionado el que escucharía mientras estuviera allí dentro. No sería nada estridente, por supuesto, sino todo lo contrario. Para reflexionar, escogió el Tubular Bells, primera edición, de Mike Oldfield. Este genio de la música publicó su mayor obra con tan solo 19 años y a Elba le encantaba. Lo había visto en concierto en una ocasión y siempre que necesitaba meditar o buscar solución a algún problema, era lo que escuchaba: la tranquilizaba.

Buscaba en su mente cómo se desarrollaría la película que iba a rodar con Amy, todas sus posibles secuencias y diálogos, en positivo o en negativo, para así tener que improvisar lo mínimo en una hipotética situación no calculada, pero por mucho que se esforzaba, hoy, precisamente hoy, un nombre extraño y un rostro conocido se introducían por su mente.

Y no deseaba pensar en eso. Y ahora, precisamente ahora, mucho menos.

Pero durante unos segundos no consiguió evitarlo, recordó donde estaba, en la ciudad o país. Le vino en mente conversaciones que tenían a través de facebook, de sueños que eran quimeras a no ser que le tocara la lotería. Si el azar se lo proporcionaba, compraría una casita en Escocia e iría allí a escribir una gran obra, publicarla. Las circunstancias de la vida establecieron que fuera al revés: inesperadamente, una apuesta o algo así, un juego quizás, pero con la inspiración como jamás había tenido, le empujó a escribir el libro de su vida y le vino el éxito, la fama, el dinero.

Y ella era parte indisoluble de aquello.

Pero ya no sabía nada más de él ni lo deseaba.

Se preguntaba si habría cumplido sus sueños, pero no le importaba.

Tal vez la fama se le había subido a la cabeza y anulado sus principios éticos o filosóficos y estuviera en alguna playa tostándose con nenas medio desnudas, exprimiéndole su semen sencillamente por su puto dinero.

Traidor.

Pensamiento que acompañó con las manos golpeándolas contra el agua, provocando que esta salpicara su rostro y se enojara más aún.




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