11.
Elba y Amy ya se encontraban perfectamente tras la ducha y posterior siesta de un par de horas. Se disponían a ir al teatro Playhouse, enfrente mismo del hotel. Mamma Mia, de Abba, era la obra que representaban y de ningún modo se la querían perder. Era para las dos mujeres el icono musical de su juventud. Una chica pelirroja andaba, casi corría, por el pasillo en su dirección. Al pasar por el lado de Elba le dio un ligero golpe, de lo que se disculpó de inmediato.
—Oh, lo siento señora.
Elba le sonrió, insinuándole que no importaba. Pero la cosa iba a cambiar.
Aquella chica pelirroja llamó con los nudillos a la puerta de una habitación.
—Calassanç, Calassanç, abre por favor, me he dejado tu libro.
Aquel nombre tan peculiar sonó como una bofetada en el rostro de Elba, que se giró de inmediato ante la sorpresa de Amy.
—Calassanç, abre por favor que voy a perder el bus, y no quiero perder tu libro dedicado también, ¿me oyes?
Ahora ya no era solo un original nombre, coincidía también un libro dedicado.
—Perdona chica, ¿qué nombre has dicho? —le preguntó Elba.
No sabía bien el motivo, pero a Mary aquella situación no le gustaba.
—Abre, por favor —volvió a repetir, ahora en un hilo de voz y mirando a aquella mujer y su compañera.
Por fin Calassanç abrió la puerta.
—Lo siento Mary, me estaba dando una… ¿Elba? —preguntó estupefacto.
—¿Calassanç? —dijo Elba
—¿Elba? —era el turno de Mary, reconociéndola como el personaje femenino del libro.
—¿Calassanç? —finalmente cerró el ciclo Amy, recordando al pérfido escritor que hizo tanto daño a su amiga.
Durante unos instantes se miraban unos a otros, amigos entre sí para pasar a observar el de los rivales. Fue Elba la primera en hablar.
—Veo que ahora te buscas a niñas para inspirarte —le dijo a Calassanç, pero mirando de reojo a Mary.
—Elba, por favor…
—¿Eres turista acaso? —le preguntó Amy, con toda la mala intención del mundo.
Mary, que también conocía aquel dicho de los hoteles económicos de Edimburgo, se sintió humillada, y con los ojos brillantes cogió el libro que tenía Calassanç en sus manos.
—Será mejor que me marche, Calassanç —dio media vuelta y se fue corriendo.
—Sí, nosotras también nos vamos, te dejamos solito para que escribas. ¿Cuentos infantiles ahora?
Se fueron cogidas del brazo dejando a Calassanç de pie en la puerta, con sus boxers negros cómo única vestimenta.
—¡Mierda!— exclamó Calassanç.