Norte

21

21.

Le dolía la cabeza de tanto escribir. En un día y medio apenas había dormido 6 horas. Estaba inspirado y debía aprovechar mientras su musa le estaba visitando en su mente. Salió a campo abierto, no tardaría en empezar a anochecer. Caminó hasta lo que había sido el faro, el original: ahora no quedaba nada de él. Un rayo lo abatió una noche de tormenta en el año 1899, no pudo llegar al cambio de siglo. Tres cuartas partes del faro cayeron al mar, el resto fue aprovechado para realizar tareas de reforma en la casa. Los terrenos que ocupaban el faro pertenecían al fundador Alistair, pero no el faro, que era propiedad de la corona británica, y ahora, los restos de aquella luz para navegantes pertenecían a Calassanç. Los restos eran simplemente una circunferencia de piedra, nada más. El nuevo faro se construyó a principios del siglo XX, y actualmente era el mismo pero totalmente modernizado y automatizado, sin personal a su cargo, y estaba situado a medio kilómetro del emplazamiento original, fuera de la propiedad de Calassanç.

Una valla de madera rodeaba todo el acantilado por toda la isla unos 30 metros antes de su caída al mar, de más de cien metros en algunas partes. Calassanç saltó la valla y se encaminó hacia los restos del que fue el origen del nombre de su casa, Lighthouse Neighboring, simplemente “el Vecino del Faro”. Llegó hasta él, mejor dicho hasta su base, y se sentó. No quedaba ni un solo ladrillo o lo que fuese de lo que estuviese construido, solo piedra con un curioso agujero en una parte lateral de forma rectangular, de apenas un centímetro de grosor por tres o cuatro de largo. Estaba incómodo allí. Miró a su alrededor para encontrar algo más cómodo con que sentarse, una piedra con cierta forma redonda le iría bien. La cogió y se sentó. Mucho mejor. Lo hizo de cara al mar. En aquella zona siempre hacía viento, del oeste. Estaba enfocado al Océano Atlántico: millones de hombres, mujeres y niños miraron en aquella dirección soñando con un futuro mejor. Muchos lo lograron. Alistair fue uno de ellos, pero la mayor parte fracasaron, muriendo o regresando al hogar, o simplemente sobreviviendo en un lugar lejano. En aquella dirección estaba América.

Y aquí estaba Calassanç, solo. Él había conseguido su sueño pero, ¿ahora qué?

¿Vivir cuánto tiempo lejos de la ciudad que lo vio nacer? Allí tenía familia y amigos, y los restos de todos sus difuntos, que eso también se lleva dentro. Aquí, el sueño en soledad. ¿Cuánto tardaría la balanza en desequilibrarse hacia un lado o hacia el otro?

¿Surgiría un nuevo factor que no estaba contemplado cuando el vino a este país?

¿Un nuevo éxito literario que lo encumbrara a la fama definitivamente, tal vez?

¿Se haría realidad lo de la compra de su guion para hacer una película y tendría esta un éxito arrollador, con grandes actores de Hollywood, quizás?

Pero en su mente no había nada de eso ahora. Sus pensamientos derivaban hacia algo con nombre propio.

—Señor Calassanç, ¿meditando?

Se dio la vuelta para ver quién era el que lo llamaba.

—Hola padre Campbell. ¿Cómo usted por aquí?

El padre Campbell era el párroco de la pequeña iglesia de Bracadale, de la Iglesia de Escocia, pero oficiaba allá donde se le solicitara, siempre dentro de la isla. Tenía ya 86 años, estaba jubilado por la diócesis, pero ante la falta de párrocos se le aceptó que oficiara misas mientras su salud lo permitiera.

—He ido a hacer una visita espiritual a la señora Mc Donald. Está muy mal de salud. El doctor me ha dicho que no llegará al verano, pobre mujer. Es de mi edad, un año menos para ser exactos. Lleva con Angus, su marido, 66 años de matrimonio. Jamás los he visto discutir ni levantarse la voz. Cuando ella falte, Angus se morirá de pena. Eso ya no se lleva hoy en día, ¿verdad Calassanç?

—No, padre Campbell, me temo que no. Ni aquí ni en ningún lado.

El padre Campbell dejó en el suelo la bicicleta y buscó una piedra similar para sentarse junto a Calassanç.

—¿Necesitas hablar, hijo?

Calassanç le sonrió.

—No, gracias, padre, al menos no del tema al que usted debe de hacer referencia.

—Yo toco muchos temas, hijo, no solo de Dios y del alma humana, pero entiendo que no te apetezca hablar.

—No, padre, sí que me apetece hablar con usted, no me he explicado bien, es a temas de…

—¿Ya has buscado el tesoro de Alistair alguna vez?

—No padre, no creo en ello. Imagino que en más de 200 años alguien ya lo habría encontrado si existiera. No, ni me he molestado,

—El dinero existió, Calassanç. Solo en monedas de oro y plata se calculaba que Alistair tenía unas treinta mil, aparte de otras riquezas. Una fortuna enorme, todo ello documentado por su abogado de Edimburgo en su testamento. Ese testamento existe, hijo, con un permiso especial lo puedes ver. Cuando Alistair murió abrieron su caja de caudales. Solo había dos mil. ¿Qué ocurrió con el resto? Nadie lo sabe. Alistair pasó los últimos 5 años de su vida sin salir de esta mansión, ni una sola vez. Pasaba las mañanas cerca del acantilado, mirando el mar y leyendo la Biblia, y su única distracción era por la noche ir al faro a tomar un té con Jack, el farero de aquellos años. Eso que te he contado se ha transmitido de generación en generación. Aquí en la isla todo el mundo lo sabe. La historia del dinero es cierta. ¿Qué ocurrió con él? Un misterio. Bueno, muchacho, me iré que yo voy muy despacio y está a punto de anochecer. Nos vemos, cuídate, hijo.

—Igualmente, gracias por el rato y la charla. Muy amena, padre.

Bonita historia, pensó Calassanç. Leyendas como esta se cuentan en todas partes.

Se levantó de allí. Se estaba bien y aquel fresco le despejaba la mente, pero estaba demasiado oscuro ya. No había allí nada que lo alumbrara, las luces más próximas eran las de su propia vivienda y estaba demasiado cerca del acantilado. Con paso firme prefirió alejarse de allí.




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