Nos volvemos a encontrar.

Capítulo 7.


Plaza de Gorgol, Alba Lucía, España. 
Dos semanas después, 1852. 


 Las señoritas Ponce en compañía de su madre y las doncellas personales de cada una se paseaban por la gran —y única — plaza del pequeño pueblo de Gorgol, haciendo algunas compras para actualizar sus roperos con las modas de la ciudad. 

 Entraban en cada tienda que les llamara la atención y que fuera de calidad —obviamente—, y las jóvenes criadas que apenas sabían de las responsabilidades que se le encomendaba a las doncellas ya se encontraban cansadas, nunca se imaginaron que atender a unas señoritas fuera más cansino que trabajar en la casona. Después de un rato de andar sin entrar en otra tienda se decidieron en ir a refrescarse y comer algo ya que de tanto “esfuerzo” necesitaban reponer fuerzas. 

Así que se dirigieron al primer local que pudieran satisfacer sus deseos de la manera que se merecían como integrantes de una familia de prestigio en ese pueblo. Ya adentro é instaladas conversaron de cosas sin importancia y de alguno que otro escándalo que se habían enterado cada una por distintas fuentes, hasta que una de las señoritas saco a colación un tema un tanto incómodo para la señora Alberta. 

— Madre, ¿Cuándo crees que sea conveniente conseguir un marido? — preguntó Anabel como quien no quiere la cosa. 

— ¿Cómo dices cariño? — después del sobresalto en que casi vierte el contenido de su bebida que en ese momento estaba tomando, hizo esta pregunta un tanto tensa. 


— ¡Ay mamá! ¿No escuchaste? Anabel dijo que cuando es que cree usted que sea convenient… — comenzó diciendo con torpeza la más joven de las hermanas, hasta que su madre la interrumpió bruscamente. 

— ¡Silencio Juliana! ¡Si no se te pide que hables, no te metas! En cuanto a tu pregunta Anabel; en realidad ya estás en las edades casaderas, ¿Por qué? ¿Acaso hay algún pretendiente con el que quieras casarte ya? — la evidente molestia de su madre por estos temas amedrentó un poco a Anabel, al parecer, su madre es una de esas madres que no quiere dejar a sus hijos volar lejos del nido. 

— ¡Oh no, no madre! ¡No se haga esas ideas en la cabeza! Todavía no tengo un pretendiente de altura, los que tengo son unos cuantos plebeyos del pueblo, nada de lo que busco — dijo con arrogancia y haciendo ademanes para acentuar lo dicho —, solo lo decía porque como ya se acerca la temporada de presentación en sociedad en la capital, pues quería decirle a padre para que nos llevara o nos mandara en alguna diligencia, no importa el método de trasporte, quiero es llegar a tiempo para asistir a muchos bailes y conocer a honorables caballeros que en verdad estén a la altura de desposarme. 

La señora Alberta después de escuchar a su hija hablar, permaneció en silencio con una expresión pensativa mientras comía algunas pastas. 

Después de un periodo en el que, por el silencio de la madre las señoritas retomaron su acción de comer lo ordenado sin hacer el menor ruido para no molestar a su madre — pero con las ansias grabada en sus rostros—, unas risas y voces fuertes de caballeros entrando al local y situándose en una mesa vecina captó la atención de todos, porque no solo ellas dejaron de hacer lo suyo para echar unas vistas a la mesa del centro del lugar, sino que todos los que estaban dentro hicieron lo mismo, pero rápidamente para no pecar de chismosos, volvieron a lo suyo, echando de vez en cuando y de manera disimulada vistazos a la mesa de los caballeros. 

Y como no, si entre los caballeros, se encontraba ni más ni menos, el ilustrísimo señorito Alexander, heredero del ducado de Alba Lucía. 

El joven Alexander — ni tan joven que digamos, ya que semejaba de la misma edad de Rafael— es un tanto alborotado, ya sea por su forma de reír tan fuerte y sin tapujos o porque a sus ropas pareciera que le hubiera pasado una manada de vacas por encima para dejarlas en tan horribles condiciones, acentuadas además, por ese cabello largo, rizado y rojizo. 

A pesar de tan desaliñado atuendo no se podía negar que poseía una belleza sin igual, su cuerpo a leguas se notaba que era fuerte, su rostro estaba tan bien proporcionado que pareciera como si los mismísimos Ángeles le hubieran esculpido el rostro, era un rostro que destilaba pura esencia varonil con esas gruesas y oscuras cejas rojizas, esa nariz gruesa pero a la vez perfilada era difícil de ver en cualquiera, unos ojos que a pesar de la distancia intimidan, y una mandíbula con una barba corta y cuidada que le hace ver más apetecible. 

Parecía todo un bárbaro sensual y atractivo, por él que todas se dejarían raptar. 

A Andrea todo aquello le daba risa, porque mientras el estaba de los más relajado con sus amistades; las jóvenes solteras que se encontraban en el local no podían despegar su vista de él y se desvivían en suspiros y comentarios soñadores, y el ni cuenta se daba. 

De verdad que no entendía ese afán que tenían las señoritas de las clases altas de que cuando ven a un hombre atractivo tanto en apariencia como en bolsillo, se ponían como locas hambrientas por un poco de atención. Sí, es cierto que el joven parece hecho por los mismos dioses, pero tampoco es para que se humillen de esa manera. 

La voz de la señora Alberta respondiendo a la pregunta de Anabel la saco de sus pensamientos. 

— Anabel, querida, ¿No crees tú, qué todavía eres muy joven e inocente?, —el escepticismo se podía percibir a leguas — Además, yo como tú madre, te aconsejo que conozcas antes a algunos jóvenes, y que quizás talvez te enamores en el proceso.  —el comentario fue hecho con tanto amor para sus hijas que Andrea sintió un poco de envidia por primera vez en su vida. 

— ¡Ay madre! ¿Y qué tal si me enamoro de un don nadie? Yo no podría resistir las penurias por las que pasaría sin tener ni un poquito de dinero, no, no, además, sabes que a padre le gusta mucho el poder y si yo me caso con alguien importante se va a sentir muy orgulloso de mí persona — decía como tratando de hacer entender a una niña pequeña, lo que ocasionó que su madre frunciera el ceño y Juliana reprimiera una risa. 


— ¡Anabel! ¿Qué son esas formas de hablarle a tu madre? Además Juliana no creas que no me di cuenta de lo divertidísima que estás, — inmediatamente Juliana se enserio — mira hija yo no me voy a meter en esos asuntos, si quieres ir a la capital a presentarte no me incumbas, porque si tú quieres hacer esto para obtener el agrado de tu padre te estás equivocando, entiende que eres tú la que va a pasar el resto de su vida con esa persona, y no importa que tanto dinero tiene para ser feliz o infeliz, — la crudeza con la que hablaba no daba lugar a réplicas — eso sí, te llevas a tu hermana, a ver si ella si tiene el interés de vivir feliz al lado de un marido que la quiera y la valore en verdad, recojan sus pertenencias y marchemos a casa, necesito olvidar unos cuantos disgustos. 

Dejando el dinero en la mesa pagando por lo que habían consumido, procedieron todas a recoger sus cosas, llamandoun poco la atención, ya que habían muchas personas que no se habían retirado aunque ya hubieran terminado de comer nada más que para continuar compartiendo espacio con el heredero al ducado de Alba Lucía. 

Y hablando de dicha persona, fue el mismo Alexander uno de los que volteó a ver quién se retiraba, y como las señoritas estaban ocupadas en otras cosas no se dieron de cuenta. Pero Andrea sí, tan pendiente como estaba en esa mesa, aunque según ella, era para no perderse ningún detalle y contárselo a su ama al llegar a casa, pero en el fondo sabía que lo estaba disfrutando. 

Y fue por eso, porque ella estaba dirigiendo su mirada para esa dirección, que en una de esas se encontró con la mirada de Alexander que la observaba con una ceja arqueada, quedándose momentáneamente paralizada de susto por haber sido pillada, no supo que hacer; pero ese susto se convirtió en desagrado, cuando está persona le sonrió con coquetería y hasta le guiñó el ojo. 

No podía creer que tal joven tuviera esa desvergüenza de coquetear con la servidumbre de otros, que este creyera que era una de esas criadas que sucumbían a cualquier noble que se le insinuase, no es que estuviera juzgando a las que si lo hacían, pero que ella fuera confundida con alguna de esas, era algo que no iba a tolerar. Así que en ese momento, que el otro  quedó mirando esperando alguna respuesta o seña, ella le miró con un disgusto y volteó el rostro en alto para seguir ayudando a las señoritas y ni cuándo estaba saliendo del local ni cuándo subieron al carruaje volvió la mirada ni una sola vez. 




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