Nosotros

CAPÍTULO IV

 

Había huido con el pequeño bien oculto junto a su pecho, protegido con el amplio jorongo, que la cubría desdibujando su cuerpo, estaba algo raída para ocultar de las miradas curiosas su cuerpo femenino, vestía como un hombre, con ropas algo raídas. Sentía ganas de llorar, le parecía que seguía viendo sus bellos ojos avellana gritándole que se escapara antes de que lograran encontrarlos de nuevo. Los esbirros sedientos de sangre no tardaron en llegar y ella apenas tuvo tiempo de coger un par de cosas para el niño antes de tomar un caballo y huir a todo galope dejando atrás la pequeña choza donde se había refugiado.

El niño se removió en sus brazos y ella apresuró a susurrar una vieja canción de cuna que recordaba de su fallecida madre, la próxima parada que hicieron fue a las afueras de una hacienda de donde era originaria la familia de su madre, se detuvo a una distancia bastante prudente, cercana al río para beber algo de agua, cambiar al pequeño y arrullarlo hasta que se quedó dormido, pronto necesitaría comer y angustiada pensó que no tenía la más remota idea de con que iba alimentarlo

  • Te prometo que te mantendré a salvo pequeño… se lo prometí a tu mamá

Le susurró al bebé mientras acariciaba su cabecita y sus ojos se llenaban de lágrimas al recordar la desesperada súplica en los ojos de Amelia; comenzó a llorar por fin muy bajito cuidando de no despertar al niño. Si no hubiera cometido aquella estupidez todo sería diferente...

El jinete la encontró sentada junto al río, con aquel pequeño bulto en brazos, el hombre de barba hirsuta color negro y piel ligeramente tostada por el sol, la miró sin pestañear, instintivamente dirigió la mano a la daga que tenía en la mano dispuesta a morir antes de dejarse capturar. Él levantó las manos en gesto amistoso mostrándole que no llevaba armas a la vista, el sombrero que llevaba y el pañuelo que cubría su cuello ocultaban del todo su rostro, distinguiéndose sólo sus ojos, de un color zafiro oscuro.

Su padrastro lo había sabido enseguida, iban tras su nueva esposa, acongojado sin saber que más hacer las había enviado al único lugar seguro que creyó encontrar. La hacienda de su difunta primera mujer Beatriz (la madre de Nicolás) donde sabía que los ayudarían, les obligó a salir de noche sin más cosas que lo que pudieran cargar en un par de alforjas y les dispuso un caballo a las afueras del poblado, Luisa se las había arreglado para intercambiar una de sus joyas por una carreta y otros caballos frescos para proseguir el viaje, a medio camino se habían tenido que refugiar en una casa en mitad de la nada, las buenas gentes de aquel lugar les ofrecieron la caballeriza para pasar la noche, pero a mitad de la misma le habían comenzado los dolores de parto a Amelia y la mujer les ayudó mientras enviaba al marido por la partera la cuál llegó cuando el bebé estaba coronando entre los gritos de dolor de su madre. Se quedaron sólo un par de días, antes de que les llegaran los rumores de que les habían seguido el rastro y tras dejar unas cuantas monedas de oro en las manos de sus salvadores emprendieron la marcha de nuevo hasta encontrar una choza abandonada donde se refugiaron, pasando desapercibidas, hasta que aquel hacendado había posado sus ojos en ambas y obsesionado con hacerse de aquellas dos mujeres le llevara a seguirlas hasta la choza y amenazarlas, Amelia no le dio tiempo de pensar en nada, la había obligado a huir con el pequeño y la promesa de mantenerlo a salvo mientras se encaraba con el hombre y le hería para distraerlo de Luisa y su hijo.

  • Señora mía. Soy Alejandro un primo lejano de Doña Beatriz – dijo el extraño
  • Mi nombre es…
  • No necesitáis decirlo, os reconocí enseguida. Tengo la orden de vuestro padre de poneros a salvo… - y él extendió la mano – Venid conmigo a la hacienda, os hemos estado esperando.

Luisa le siguió montando de nuevo en su caballo amarrándose de nuevo al bebé contra el pecho, apresurándose a controlarse para mantenerse en guardia. No importaba lo que pasara con ella, no se compararía con lo que Amelia sufriría…dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas, el alma y el corazón se le rompían mientras pensaban en que había roto su promesa de que no la abandonaría nunca.

MAIA

Ahí estaba la casa, abandonada, la madera de las puertas y los postigos de las ventanas agujereadas y apolilladas, incluso un poco podridas a juzgar por el tono de la madera. Parpadeó.

La casa que estaba frente a ella no tenía nada de eso. El enorme portón de madera tallada con su cerradura de bronce... los dinteles decorados de cantera que rodeaban cada vano, la herrería de los ventanales de la casa, todo era armonioso y absolutamente perfecto, puso la mano sobre la puerta entreabierta y empujo con suavidad. Lo primero que vio fue el jardín central, con sus naranjos en cada esquina, y al centro la fuente de piedra...avanzó decidida... pero a ultimo momento dio vuelta a la derecha abrió la puerta...Volvía a estar en el bar, a fuerza de soñar con aquel lugar ya no le resultaba extraño encontrarse allí. Atrás había dejado la necesidad de saber en que “ciudad” podría estar y aceptaba que aquel sitio pertenecía al país de los sueños y como tal siempre que llegaba había un lugar vacío donde ella podía sentarse y pensar con calma.




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