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Ángel
Quise llegar a tiempo, pero no pude, y su vida se apagó en mi ausencia, dejándome solo con el recuerdo de su amor.
«¡Maldita muerte!» ¿Por qué te la llevaste? ¿Por qué, si ella era mía? —Lloro sin consuelo, reclamando de forma irracional a la sombra oculta que hoy se burla de mí con este duro golpe.
—¡Por favor, Ángel, cálmate! —Me pide la madre de la mujer que se fue de mi vida sin una despedida, dejándome totalmente vacío.
Niego. No puedo calmarme. ¿Cómo me pide que lo haga, si siento que este adiós me está matando?
—¡Debiste impedir que lo hiciera! ¡Si estaba enferma, no debía quedar embarazada y no entiendo, ¿por qué me lo ocultó? ¡Ella no debió mentirme! ¡Y tú no tenías que quedarte callada! ¡Yo tenía el derecho de saber que se iría de mi lado! —reclamo, perdiendo por completo la calma—. ¿Cómo hago para soportar esto? ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios hago? Sí… ¡Tu hija era mi vida y ya no está! Dime, ¿cómo hago para continuar sin ella? ¿Cómo diablos hago para no amarla, ahora que no la puedo tener? —Grito desesperado, soltando las lágrimas que no puedo controlar, al tiempo que como un loco reviento contra el piso todo lo que se me atraviesa en el camino. Este dolor de llegar a casa y no encontrar a mi esposa, no lo esperaba, y juro que no lo aguanto.
La señora se asusta con el tono áspero de mi voz, y con la locura en la que se perdió mi voluntad. Retrocede un poco y baja la mirada.
—Te queda tu hija. Ese es un bello recuerdo y un motivo para continuar —habla casi en un susurro, rompiendo en llanto.
—¡No! ¡No quiero a esa bebé! Porque por ella nacer, su madre murió —. Reniego, en medio de mi enojo, de la recién nacida que lleva mi sangre. Este dolor me tiene tan ciego, que a pesar de tener plena conciencia de que esa inocente criatura no tiene la culpa de nada, soy incapaz de razonar. No puedo, porque, esta tristeza que deja en mí, el silencio eterno de mi esposa, me condena a una terrible soledad que me hace sentir muerto en vida.
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Sara
El fuerte abrazo de mi madre, intenta darme consuelo, mientras mi cuerpo y mi alma se desvanecen presa de un dolor insoportable que me apaga la vida.
Mi vientre está vacío, la pequeña criatura que habitaba en mí desde hace nueve ya no está, y la extraño.
—¡Hija! Cálmate, mi niña. Piensa que tu bebé, ahora es un angelito en el cielo, mi amor. Dale la paz que necesita para que su inocente alma descanse —Me ruega la señora mayor, desesperada por verme sufrir.
Sé que esas palabras deben lograr que me serene, que piense en mi bebé y lo deje ir hacia su santa gloria. Esas son las creencias de mis ancestros: “a los muertos no se les llora, se les da un adiós bendecido con sonrisas, mientras tu mente se inunda con los bellos recuerdos”. Sin embargo…
¿Dónde están mis recuerdos? No los tengo, mi niña murió al nacer, mis senos están llenos derramando la leche que la alimentaria, mis brazos están vacíos y mi corazón está amándola y no está conmigo.
No puedo contenerme, por más que intento ser fuerte. Mis lágrimas inundan mi rostro y mi llanto me ahoga, porque esto que estoy viviendo me supera. Lloro sin consuelo, perdida en las tinieblas que me causa esta herida tan profunda, sin saber, ¿cómo voy a hacer para soportar tanta tristeza?
Me derrito más en llanto cuando siento que mis senos empiezan a derramar la leche que era de mi bebé. Mi pecho se contrae de dolor por ver las gotas que brotan de mis pezones y humedecen un poco la bata de hospital que tengo puesta.
Esta tristeza, juro que no la aguanto. Siento que muero por sentir que mi ilusión tan bonita de tener a mi bebé en mis brazos se desvaneció por completo. Saber que no la tengo conmigo, me tiene herida el alma.
Mi pecho se agita mientras me pierdo en un llanto, se roba por completo mi calma. Mis lágrimas me ahogan, hasta que…
Un llanto tierno y muy lleno de sentimiento inunda mis oídos y logra que mi corazón se agite sin frenos. Mis ojos quedan fijos en la puerta de salida de mi habitación, mientras sigo escuchando con mucha atención el ruidito más dulce que han captado mis oídos. De inmediato, en medio de sollozos, seco la humedad de mi rostro con el dorso de mis manos, y sin dudarlo, me siento en la camilla, coloco mis pies descalzos en el piso frío y me levanto acelerada sin importar que acabo de pasar un proceso de parto complicado, y que debo guardar absoluto reposo.
—Sari, nena, ¿qué haces? ¡No puedes levantarte de la cama así! ¿Para dónde vas? —Me reprende mi madre, preocupada cuando nota mi acción.
No le respondo nada, simplemente, no puedo hacerlo, porque estoy hipnotizada con el llanto hermoso que viene de afuera.
No me controlo, abro la puerta, dejándome llevar por el impulso, guiada por cada latido de este corazón de madre, que hoy sufre sin consuelo. Salgo al pasillo, mis ojos buscan con desespero la ubicación del llanto del bebé que me tiene con el pecho acelerado. Mis pies toman velocidad hasta llegar a una habitación enorme con muchas incubadoras que tienen a bebés recién nacidos resguardos.
—Por favor, permíteme verla. —Le ruego a la enfermera que, justo en este momento, estaba por atravesar la puerta con un bebé en sus brazos envuelto en una sabanita blanca.