—A ver, vamos por partes —digo mientras me desplomo en una de las sillas del salón vacío después de clase, con la elegancia de un saco de patatas cansado—. ¿Tú vas a actuar de "justicia"? ¿Tú? ¿El mismo que ayer le robó el último pastelillo de la cafetería a una estudiante de primer año?
—¿Por qué no? —responde Suo con una sonrisa apenas inclinada, como si estuviera posando para una revista de filosofía barata—. Tengo un gran sentido de lo justo. Como cuando me robaste el asiento junto a la ventana durante una semana completa.
—Ese asiento es mío por derecho de descubrimiento —protesto, señalando dramáticamente hacia el rincón en cuestión—. Lo he tenido desde primer año. ¡Le puse incluso mi inicial tallada con una uña!
—Y sin embargo, yo lo estoy usando ahora —responde él, ajustándose el parche de un modo irritantemente estiloso—. Qué curioso, ¿no? Como si la justicia... fuera cambiante.
Aprieto el lápiz en mi mano con tanta fuerza que juraría que la mina dentro gimió de terror. Lo traté como si fuera una katana miniatura, lista para ser desenvainada en un duelo de habilidades dramáticas.
Estamos en la última hora de la tarde, supuestamente ensayando la escena para la clase de ética. El aula está vacía, la lluvia sigue cayendo como si el cielo tuviera una fuga que nadie quería reparar, y yo estoy atrapado con el tipo que más me hace querer lanzar una silla por la ventana. Pero claro, con modales. Soy civilizado, por muy tentador que sea el vandalismo.
—Bien —respiro hondo, inhalando el aroma a desinfectante y desesperanza adolescente—. Tú harás de la justicia. Yo haré de la voz de la conciencia. Solo recuerda tus líneas y no improvises, por el amor de todo lo sagrado. La última vez que improvisaste en clase de historia, terminaste argumentando que los dinosaurios se extinguieron por aburrimiento.
—Oh, pero improvisar es lo que hago mejor —dice, girando su lápiz como un bastón de malabarista—. ¿No sabías? Es mi don especial, junto con la capacidad de irritarte con solo respirar en tu dirección general.
—Sí, me lo imaginé desde que abriste la boca el primer día y soltaste ese "mucho gusto" que sonó más a "llegué para volverte loco".
Suo sonríe. Esa sonrisa suya. La de lobo disfrazado de estudiante modelo que se robó el uniforme a un niño bueno.
Ensayamos. O intentamos. Él dramatiza cada palabra como si estuviéramos en un teatro europeo de los caros y yo estuviera pagando entrada premium por verlo. Su voz, modulada como la de un locutor de radio. Su postura, perfecta como si se hubiera criado con un libro de etiqueta en la cabeza. Su presencia, arrogante como un gato que sabe que es más lindo que tú.
Yo simplemente intento sobrevivir, recitando mis líneas con la emoción de una patata hervida.
—"La conciencia es la voz del alma, no del miedo" —recito una línea, mirando el techo como si esperara que me dieran una señal divina para huir.
—"Y sin justicia, la conciencia muere en silencio" —responde Suo, acercándose tanto que puedo ver mi reflejo de exasperación en su único ojo visible— como si la escena fuera una batalla de espadas y no una charla sobre valores para sacar una nota decente.
—¿Puedes dejar de actuar como si me estuvieras desafiando a un duelo a muerte cada vez que abres la boca? Esto es ética, no El señor de los anillos.
—¿Y tú puedes dejar de parecer tan adorablemente molesto cada vez que te hablo? Es como si tu cara tuviera un modo "cachorro enfadado" predeterminado.
—¡NO SOY ADORABLE! —protesto, sintiendo cómo mis mejillas se sonrojan traicioneramente.
—Ajá —asiente con una sonrisa de suficiencia—. Habla con la mano.
Golpeo la mesa con la palma, haciendo saltar un borrador que estaba demasiado tranquilo para su propio bien.
—¡Eres insoportable!
—Y tú eres tan fácil de provocar que me da lástima —responde él, sacudiendo la cabeza con falsa compasión—. Es como jugar al ajedrez con un palomo. Divertido, pero un poco cruel.
—¡¿Qué?! ¡Yo no soy fácil de...!
Justo en ese momento, la puerta del aula se abre con un chirrido que corta el aire como un cuchillo.
Y todo se detiene. El tiempo, mi respiración, y hasta el polvo flotando en el aire parece congelarse.
Un aura distinta entra a la habitación. Fría. Seria. Elegante y letal, como un traje hecho de hielo y navajas.
—Oh no... —murmuro entre dientes, con el corazón haciendo una pausa dramática en su ritmo habitual—. Oh, cielos, no.
Es él.
Alfa. Alto, con un traje oscuro perfectamente entallado a su cuerpo poderoso, como si los dioses de la sastrería lo hubieran besado al nacer. Zapatos tan brillantes que podrían cegar a un hombre. Un abrigo largo que aún gotea por la lluvia, dándole un aire de drama innecesario. Cabello blanco peinado hacia atrás con precisión milimétrica, como si cada hebra tuviera una cita importante. Ojos color gris que no miran, atraviesan, diseccionan y probablemente también firman documentos legales con solo posarse en ellos.
Umemiya.
Mi prometido.
El jefe de la organización Umemiya, la mafia más elegante y peligrosa de este lado del país. La única persona que puede hacer que una habitación se sienta como una celda de interrogatorio con solo entrar en ella.
Suo se queda inmóvil. Yo también. Por razones distintas. Yo porque sé lo que esto significa, él probablemente porque está calculando cuántos puntos de estilo le daría a Umemiya en una competencia de "jóvenes mafiosos con mejor vestuario".
—Sakura —su voz es grave, calmada... y absolutamente inquebrantable, como si las cuerdas vocales estuvieran hechas de acero templado—. Vine a buscarte. Dijiste que saldrías temprano hoy.
Trago saliva. Miro a Suo. Él no aparta la mirada de Umemiya. Es como si dos depredadores se hubieran encontrado por primera vez en el bosque y estuvieran decidiendo si luchar o aparearse, y honestamente, ninguno de los dos resultados me parece bueno para mi salud mental.