A la mañana siguiente, llego tarde. Muy tarde.
No es que haya planeado ser la estrella de una entrada dramática, pero mi despertador decidió hacer huelga y mi voluntad de vivir estaba negociando un acuerdo sindical bajo las sábanas. Cuando por fin llego al salón, jadeando como si hubiera corrido un maratón (en realidad fueron solo tres cuadras, pero con mi condición física, cuenta como triatlón), solo hay una silla vacía.
La que está junto a él.
Claro. Porque el universo tiene un sentido del humor retorcido y muy específico.
—Buen día, dormilón —murmura Suo, sin siquiera alzar la vista de su cuaderno. Está tomando apuntes con una calma que provoca ganas de empujarle el cuaderno al suelo y luego bailar sobre él un pequeño tap dance de victoria.
Me desplomo en la silla junto a él con la gracia de un muñeco de trapo mojado. Mi chaqueta aún gotea y mi paciencia está más empapada que mis calcetines.
—No me hables —gruño, sacando mis libros con más fuerza de la necesaria.
—No lo estoy haciendo. Estoy saludando con cortesía básica —responde, girando su lápiz entre los dedos—. ¿No te enseñaron modales en tu elegante y, sin duda, muy rígida familia?
—¿Quieres un tratado sobre modales? Te puedo escribir un manual ilustrado de insultos educados. Comienza con "Es un placer verlo, lástima que no pueda decir lo mismo de su personalidad".
—Qué encantador —dice, y puedo oír la sonrisa en su voz—. Me lo guardo para la próxima cena familiar.
La clase del profesor Tanaka prosigue, pero sus palabras sobre la Revolución Industrial se disuelven en mi mente como azúcar en agua. Lo único que retumba en mi cabeza es el eco de ayer: la puerta abriéndose, la silueta de Umemiya, y la manera en que Suo dijo "familia" frente a él, con esa entonación que era mitad burla, mitad desafío.
La manera en que Umemiya frunció apenas, casi imperceptiblemente, los labios. El silencio cargado que siguió. La tensión que se podía cortar con un cuchillo (y Umemiya probablemente tenía uno a mano). Las miradas que se cruzaron, cargadas de un conocimiento mutuo que yo no compartía.
Y luego está el mensaje. Ese maldito mensaje que me llegó a las 2:17 a.m., iluminando mi habitación oscura con su luz fría y su texto incendiario:
"Dulces sueños, Sakura. No sueñes con cuchillas... o sí. Tal vez te gusten."
- Suo.
No le respondí. ¿Qué se supone que debía contestar? ¿"Gracias, tú también"? ¿"Preferiría soñar con alpacas"? Me limité a apagar el teléfono y enterrar la cabeza bajo la almohada, como si eso pudiera bloquearlo.
Tampoco pude borrarlo. El dedo se me congeló sobre el botón. Esa combinación de provocación y... ¿preocupación?...
era desconcertante.
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Al mediodía, decido comer en la azotea. Necesito aire, espacio y, sobre todo, la ausencia total de cierta persona con un parche en el ojo y una misión aparente de volverme loco.
El universo, sin embargo, ha decidido que mi paz es un bien negociable.
—Oh, aquí estás. Te estaba buscando —anuncia la voz que menos quiero oír, apareciendo en lo alto de las escaleras con su bandeja de almuerzo y una expresión de inocencia que no le creo ni aunque me lo jure sobre una pila de biblias.
—Hay aproximadamente cien lugares para sentarse en este instituto —señalo, sin apartar la vista de mi modesto bento—. Algunos incluso tienen vistas mejores. Ese árbol, por ejemplo, parece muy acogedor.
—Y sin embargo —dice, sentándose a mi lado sin pedir permiso—, el mejor panorama está justo donde estás tú. Curioso, ¿no?
Cierro los ojos, contando mentalmente hasta diez. Llego hasta tres.
—¿Por qué? —pregunto, dejando caer mis palillos con un clac—. ¿Por qué estás tan empeñado en fastidiarme la existencia con la dedicación de un artesano especializado?
—No lo sé —responde, encogiéndose de hombros—. Es divertido. Tu cara hace esta mueca pequeña, aquí —señala la comisura de su propia boca— que es inexplicablemente entretenida. Además —añade, bajando la voz mientras saca algo de su bolsillo—, parece que alguien más ya tiene el puesto oficial de 'Fastidiador Jefe de Sakura' muy ocupado.
Es un pequeño sobre negro. Reconozco el sello de cera al instante. El emblema del águila y la espada. Umemiya.
Me congelo. El arroz que estaba masticando se convierte en una bola de pegamento en mi garganta.
—¿Dónde... dónde conseguiste eso? —pregunto, y mi voz suena extraña, tensa.
—No soy tonto, Sakura. Y sé leer entre líneas. Tu querido prometido no es precisamente sutil. Lo encontré en tu casillero. Abierto, por cierto. Como si gritara '¡Tómame, soy un elemento de trama dramático!'.
—Devuélvemelo —digo, extendiendo la mano. Tiembla ligeramente. Lo odio por notarlo.
—Claro —responde, colocándomelo en la palma con un gesto deliberadamente suave—. Aunque no he leído nada. Scout's honor. Bueno, nunca fui scout, pero el sentimiento es el mismo.
—Eres un desgraciado —susurro, cerrando el puño alrededor del sobre.
—Y tú estás metido en un mundo que no es para ti —responde, y su tono es más serio, más grave de lo que esperaba.
Nuestros ojos se encuentran. Por primera vez en lo que parece una eternidad, no hay rastro de burla en su mirada. Solo un atisbo de algo que podría ser... ¿preocupación? ¿Advertencia?
Pero dura exactamente un segundo. Un parpadeo. Luego, esa sonrisa arrogante, esa máscara familiar, vuelve a deslizarse en su lugar.
—¿Sabes? —dice, mordisqueando la punta del palillo de su onigiri—. Sería una verdadera lástima que algo... interfiriera en tus preparativos de boda. Una escena de ética particularmente equivocada, una palabra mal dicha en el momento justo, un examen final 'extraviado'...
—¿Me estás amenazando? —pregunto, poniéndome de pie. Mi bandeja casi se cae.
—Te estoy informando de tus posibilidades —aclara, mirándome desde su posición sentada—. Puedes seguir siendo una pieza de ajedrez en el tablero de otro... o podrías aprender a moverte tú mismo.