La escena se congeló por un instante, como si el universo contuviera la respiración. Nos habíamos detenido bajo la sombra de un roble anciano, sus hojas susurrando secretos al viento nocturno. Desde allí, observé cómo Umemiya—impecable y frío como una estatua de mármol—era recibido por mi madre, quien con un gesto de resignación lo dejó pasar hacia la luz cálida del interior de la casa.
Mierda. La palabra resonó en mi mente con la elegancia de un tambor destrozado.
—Sabes, creo que debería en este mismo momento ir hacia mi casa —me aclaré la garganta, que de repente sentía tan seca como el desierto de Atacama.
—Te acompaño hasta la puerta —sugirió Suo, con una calma que me parecía tan irritante como fascinante.
—No quiero que te descubran, y menos él —protesté, imaginando ya el choque titánico entre el huracán con parche y el iceberg con traje de diseñador.
—Él ya sabe de mi existencia —se encogió de hombros con una despreocupación que no podía ser real—, y creo que es el mejor momento de decirles a tus padres, y a ese tipo, que ya tenías un novio, y ese novio soy yo, ¿no es así? —Una sonrisa se dibujó en sus labios, relajada, como si estuviera planeando un picnic y no el posible fin de mi vida social.
Mierda, por qué tengo que corresponder rápidamente a su mano que busca la mía, como si mis dedos tuvieran una voluntad propia y bastante traidora.
Tomé un respiro tan largo y profundo que probablemente absorbí parte de la atmósfera circundante, y asentí.
—Mejor mañana, mañana te presento a mis padres —negocié, sintiendo cómo el pánico bailaba tap en mi pecho.
Él entrecerró los ojos, y por un momento vi pasar en su mirada un destello de algo que no era solo diversión—suspicacia, tal vez, o incluso un atisbo de genuina preocupación—pero finalmente cedió.
—Está bien, mañana vendré, solo... —hizo una pausa que se sintió eterna, y luego soltó un suspiro que parecía cargado de todo el oxígeno que yo acababa de robar—. Ten cuidado —murmuró, tan bajo que las palabras casi se las llevó el viento, mientras su pulgar comenzaba a trazar círculos hipnóticos en el dorso de mi mano.
Asentí de nuevo, sintiéndome como un muñeco de nieve en un día soleado, y solté poco a poco su mano. Mierda. ¿Por qué me sentía de repente tan... triste? Como si hubiera perdido algo que ni siquiera sabía que necesitaba.
Di media vuelta y me alejé en dirección hacia mi casa, cada paso sintiéndose más pesado que el anterior, como si las sombras mismas se aferraran a mis tobillos.
Llegué hasta mi puerta. Respiré hondo. Lo más hondo que pude, como si el aire pudiera darme valor, o al menos posponer lo inevitable.
Debo admitir que estaba demasiado nervioso. Muy nervioso. Mis manos temblaban como hojas de álamo en una tormenta, y mi corazón martilleaba contra mis costillas como un pájaro atrapado que hubiera leído mi futuro en las cartas y no le gustara nada.
Decidido, saqué mis llaves—que sonaron como címbalos en el silencio—y abrí la puerta con el cuidado de quien desactiva una bomba.
—Ya llegué —alcé la voz, esperando que sonara normal y no como el graznido de un pato aterrorizado.
—Hola, cariño —esa voz, tan pulida y fría como el hielo negro, me hizo estremecer. Umemiya.
Antes de que pudiera articular respuesta alguna, alguien me interrumpió con la sincronización de un comediante de mala muerte.
—Hola —respondió una voz amable, terriblemente familiar. Demasiado familiar.
Volteé hacia atrás con la lentitud de una pesadilla y lo vi allí: Suo, en el umbral de mi casa, con esa sonrisa de siempre estar relajado, como si merodear por la casa de alguien a altas horas de la noche fuera lo más natural del mundo.
Mierda. Lo primero que le digo y lo primero que hace es esto. Me quedé boquiabierto, tragué saliva como si intentara engullir mi propio pánico y desvié la mirada hacia Umemiya, cuya expresión era una máscara perfecta de irritación congelada.
—¿Qué hace él aquí? —Umemiya se levantó del sillón con la elegancia de un tigre enfurecido, el ceño fruncido hasta formar un valle entre sus ojos.
Mi madre salió de la cocina, secándose las manos con un delantal y con una confusión pintada en el rostro que reflejaba exactamente lo que yo sentía por dentro.
—Oh, vaya... no esperábamos tener más visitas —se aclaró la garganta, lanzándome una mirada que decía "explica esto ahora mismo"—. Aparte de Umemiya, claro.
—Sí, lo sé, padre, lo siento si no pude avisarte —le eché un último vistazo a Suo, que parecía disfrutar de la situación como si fuera una obra de teatro, y después volví la mirada hacia mi padre, que observaba la escena con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Mucho gusto, señor. Mi nombre es Suo —extendió su mano hacia mi padre con su sonrisa de siempre, que en ese momento me pareció temerariamente brillante.
Mi madre correspondió el gesto con una amabilidad teñida de perplejidad.
—Mucho gusto, Suo. Supongo que eres compañero de mi hijo, ¿cierto?
—De hecho, es el rival de Sakura, ¿verdad, Sakura? —Umemiya me clavó la mirada, y sentí cómo sus ojos intentaban perforar mi alma como láseres de etiqueta carísima.
Me aclaré la garganta, buscando desesperadamente las palabras que pudieran apaciguar la tormenta que se avecinaba, pero antes de que pudiera decir algo más, fui interrumpido de nuevo por el mismo huracán con parche.
—¿Rival? ¿De qué habla usted, señor Umemiya? ¿Aún no lo sabe? —Suo dijo con una falsa incredulidad que merecía un Óscar—. Oh, lo siento mucho, supongo que no lo sabe. Entonces se lo diré, claro, si me lo permites —volteó a verme, y su mirada era un desafío silencioso, una promesa de caos.
—Suo, por favor, no te atrevas —murmuré entre dientes, pero las palabras se perdieron en el aire cargado, y era demasiado tarde. El barco ya había chocado contra el iceberg, y el iceberg llevaba un traje a la medida.
—Sakura y yo... —hizo una pausa leve, dramática, suficiente para que el suspense se volviera casi físico—. Estamos saliendo.