La paz, descubrí, no era un destino final, sino una serie de momentos cuidadosamente construidos. Como los acordes de una canción que apenas comienza, cada día traía su propia melodía, a veces suave, a veces con un ritmo que exigía adaptación.
Las mañanas ya no comenzaban con el silencio agobiante. A menudo, un mensaje de Nirei me esperaba, un meme o una noticia sobre algún lanzamiento de videojuegos. Nuestra amistad, como un hueso que sanaba después de una fractura, era más fuerte en el punto de ruptura, pero aún sensible al tacto. Él era más consciente, menos impulsivo. Yo era más abierto, menos rápido para retraerme.
Y luego estaba Suo.
Nuestros "cafés" se habían convertido en una costumbre semanal. A veces era un paseo por el río, otras veces sentarnos en el mismo banco del parque donde todo había comenzado a cambiar. La diferencia era palpable. Ya no caminábamos sobre cáscaras de huevo. Hablamos de todo y de nada. De mis proyectos de música, de nuestras clases de preparatoria que comenzaría pronto, en un instante ya vamos a pasar a segundo grado de preparatoria, de lo extraño que era no ver a Umemiya merodeando.
Umemiya. Su ausencia era un eco en sí misma. Un recordatorio de la toxicidad que habíamos dejado atrás. Suo me contó que Umemiya había intentado contactarlo una vez, con un mensaje vago sobre "oportunidades perdidas". Suo lo había bloqueado sin responder.
—No le debo nada —dijo Suo aquel día, mirando el agua del río fluir—. Y tú tampoco.
Tenía razón. Pero a veces, en mis momentos más quietos, su voz susurraba en los recovecos de mi mente: "¿Y si todo se derrumba otra vez?"
Una tarde, mientras estaba en casa trabajando en una mezcla de audio, ese susurro se hizo más fuerte. Una nota estaba fuera de lugar, un ritmo no encajaba. La frustración se apoderó de mí. Cuanto más lo intentaba, peor sonaba. Era una metáfora demasiado clara de mis miedos. ¿Estaba forzando esto con Suo? ¿Estaba ignorando las notas discordantes por miedo a perder la melodía?
Cerré el programa con un suspiro de frustración. El silencio de la habitación de repente se sintió opresivo. Sin pensarlo mucho, tomé mi teléfono y escribí un mensaje. No a Nirei, sino a Suo.
Yo:
¿Estás ocupado?
Su respuesta fue casi inmediata.
Suo:
Nunca para ti. ¿Qué pasa?
Yo:
Nada. Solo… ¿puedes pasar?
No hubo preguntas. No hubo dudas.
Suo:
En 10 minutos.
Cuando llamó a la puerta, mi corazón latía con fuerza. Al abrir, lo encontré allí, con una bolsa de convenience store en la mano.
—Te traje un pocari sweat —dijo, sosteniendo la botella—. Parece que lo necesitas.
Lo dejé pasar. Mi habitación, que siempre había sido mi santuario, de repente se sentía diferente con él en ella. Se sentó en mi silla giratoria, yo me senté en el borde de la cama.
—¿Qué sucede, Sakura? —preguntó, su voz era suave, sin presión.
—No lo sé —admití, mirando mis manos—. A veces… siento que estoy esperando que todo se desmorone. Como si esto fuera demasiado bueno para ser verdad.
Él asintió lentamente, como si hubiera estado esperando esta confesión.
—No voy a mentirte y decir que tengo todas las respuestas —dijo—. O que no tengo el mismo miedo a veces. Pero hay una diferencia entre entonces y ahora.
—¿Cuál? —pregunté, alzando la vista para encontrarme con sus ojos.
—Antes, estábamos construyendo sobre mentiras. Ahora… —Hizo una pausa, buscando las palabras correctas—… ahora construimos sobre la elección. Yo elijo estar aquí, contigo, con todo el bagaje y los errores. Tú eliges dejarme entrar. Eso es más fuerte que cualquier sentimiento o promesa. Porque los sentimientos fluctúan. Las elecciones se reafirman cada día.
Sus palabras no eran una poesía vacía. Eran lógicas, sólidas. Como él. Como lo que estábamos construyendo.
—Hoy —continuó—, elegí creer que valgo la pena, a pesar de mis errores. Y elegí creer que tú ves ese valor. Y cuando recibí tu mensaje, elegí venir, porque tu paz es más importante que mi comodidad.
El nudo de ansiedad en mi pecho comenzó a deshacerse. No era magia. No desapareció por completo. Pero sus palabras le quitaron poder.
—La canción en la que trabajo… suena mal —confesé, cambiando de tema, pero no realmente.
—Déjame escucharla —pidió.
—No está terminada.
—No me importa.
Conecté mis auriculares y le pasé uno. Presioné play. La música llenó el espacio entre nosotros, áspera y sin pulir, con esa nota discordante que me había estado volviendo loco.
Él cerró los ojos, escuchando. Cuando terminó, los abrió.
—Suena… real —dijo—. Como alguien tratando de encontrar su ritmo después de haberse perdido. No es perfecta. Pero es honesta. Me gusta.
Alguien tratando de encontrar su ritmo después de haberse perdido. La descripción era tan precisa que me dejó sin aliento.
—Tal vez… —dijo, con una sonrisa tímida—… en lugar de forzar esa nota para que encaje, deberías construir alrededor de ella. Hacerla parte de la armonía, no un error a eliminar.
Miré la pantalla de mi computadora, luego lo miré a él. La metáfora era demasiado obvia como para ignorarla. Mis miedos, mis dudas, mi pasado… no eran errores a eliminar. Eran parte de mi armonía ahora. La armonía que él, por su propia elección, quería escuchar.
—Tienes razón —susurré.
—No se trata de tener razón —respondió, dejando los auriculares sobre el escritorio—. Se trata de elegir escuchar.
Esa noche, después de que se fue, volví a mi canción. En lugar de luchar contra la nota discordante, trabajé con ella. La rodeé de acordes que la complementaran, que la hicieran sonar intencional. Y de repente, funcionó. La canción cobró vida, no a pesar de su imperfección, sino gracias a ella.
Al guardar el archivo, sonreí. Era solo una canción, pero sentía que era algo más. Era la banda sonora de mi propia elección. La elección de creer en la segunda oportunidad, en la redención, en la frágil y hermosa posibilidad de que algunas cosas, una vez rotas, pueden sanar siendo algo aún más fuerte y único.