Notas bajo el cerezo | Suosaku [omegaverse Bl] Fanfic

Capitulo Veinticinco

El tiempo, que una vez se había sentido como un enemigo, se convirtió en un aliado. Años más tarde, nos encontramos una vez más bajo el roble del parque, pero esta vez no estábamos solos.

Un niño de unos siete años, con el cabello marron y bien peinado de Suo y mis ojos tranquilos, corría persiguiendo una mariposa con la energía infinita de la juventud.

—Hiro, no tan lejos —llamó Suo, su voz era más grave ahora, pero su tono estaba lleno de una ternura que solo nuestro hijo podía sacar de él.

Hiro se detuvo en seco, giró y nos sonrió con una sonrisa que era una réplica perfecta de la de Suo, antes de reanudar su persecución.

Nos sentamos en el mismo banco, el metal ahora un poco más oxidado, la madera un poco más desgastada. Mis dedos, ahora adornados con una banda de matrimonio sencilla, se entrelazaron con los de Suo. Sus manos, una vez tensas con el remordimiento, ahora descansaban en las mías con una paz inquebrantable.

—Es extraño —murmuró Suo, observando a Hiro—. Traerlo aquí. A este lugar.

—No es extraño —dije, recostando la cabeza en su hombro—. Es circular.

Este parque, este árbol, había sido el escenario de nuestro mayor dolor y de nuestra reconciliación más importante. Ahora era el patio de recreo de nuestro hijo. El lugar donde nuestras lágrimas habían caído ahora regaba la hierba bajo sus pies felices.

—Papá, ¡mírala! —gritó Hiro, señalando la mariposa que ahora descansaba en una flor.

—La veo, hijo —respondió Suo, su voz cargada de asombro.

Miré a mi familia—a mi esposo, a mi hijo—y sentí una ola de gratitud tan abrumadora que me dejó sin aliento. Si alguien le hubiera dicho a aquel chico solitario y herido que estaba destinado a esto, a esta paz, a este amor… nunca lo habría creído.

Hiro corrió hacia nosotros, con los carrillos sonrojados y el cabello pegado a la frente por el sudor.

—Mamá, ¿podemos quedarnos hasta que salgan las estrellas?

Suo y yo intercambiamos una mirada, una sonrisa de complicidad pasando entre nosotros. Algunas cosas nunca cambiaban.

—Solo un poco más —dije, alisando su cabello.

Se acomodó en el espacio entre nosotros, recostando su cabeza contra el pecho de Suo y cerrando los ojos con un suspiro de contento. El sol comenzaba su descenso, pintando el cielo con los mismos tonos rojos y dorados de aquel atardecer de graduación, una eternidad atrás.

—¿Papá? —preguntó Hiro, somnoliento.

—¿Sí, hijo?

—¿Siempre van a estar tú y mamá juntos?

Suo me miró, y en sus ojos vi el reflejo de nuestro viaje completo: el caos, la verdad, la reconstrucción, la constancia. Todo llevaba a este momento, a esta pregunta inocente.

—Siempre —respondió Suo, y su voz no dejaba lugar a dudas—. Tu mamá y yo… pasamos por muchas cosas para encontrarnos el uno al otro. Y ahora que lo hemos hecho, nada en este mundo podría separarnos.

Hiro asintió, satisfecho con la respuesta, y se durmió en cuestión de segundos.

El parque estaba en silencio ahora, salvo por la respiración pareja de nuestro hijo y el canto de los grillos que comenzaban su serenata nocturna. El último rayo de sol iluminó los tres anillos en nuestros dedos: el mío, el de Suo, y la pequeña banda de promesa que le habíamos dado a Hiro en su quinto cumpleaños.

—¿Crees que alguna vez le contaremos? —pregunté en voz baja—. Sobre todo. Sobre el dolor. Sobre Umemiya.

Suo consideró la pregunta, acariciando el cabello de Hiro.

—Con el tiempo —dijo finalmente—. No como una advertencia, sino como una lección. Sobre la importancia de la verdad. Sobre la fuerza del perdón. Sobre el hecho de que el amor… el amor verdadero… no es un sentimiento que simplemente sucede. Es una elección que se hace, una y otra vez, incluso cuando duele. Especialmente cuando duele.

Miré el rostro sereno de nuestro hijo dormido, luego el de mi esposo, y finalmente el parque que había sido testigo de nuestra transformación. La sinfonía de nuestras vidas ya no era solo nuestra. Se había expandido, incluyendo a esta nueva y preciosa vida que habíamos creado juntos.

Era una sinfonía de atardeceres. Del que nos había roto, del que nos había curado, y de este, que nos envolvía a los tres en su luz dorada y pacífica. Y mientras la noche caía, trayendo consigo las primeras y tímidas estrellas, supe que nuestra canción, enriquecida por cada nota de alegría y dolor, resonaría a través de este niño y de las generaciones venideras.

Un eterno recordatorio de que incluso de los comienzos más rotos, puede nacer la más hermosa y duradera de las melodías.

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