Sabrina
6 años atrás.
El aire olía a café frío y lluvia.
Papá estaba de pie, con los brazos cruzados y los ojos fijos en la ventana. Mamá no decía nada; solo jugaba con la cadena de su collar, como si temiera que cualquier palabra rompiera la poca tranquilidad que le quedaba a mi padre.
—No —fue lo primero que dijo.
Ni siquiera me miró.
Su voz sonó firme, pero la forma en que apretaba los puños lo delataba.
—No voy a permitirlo, Sabrina. No vas a arruinar tu vida... ni la nuestra.
Tragué saliva, buscando algo que decir, algo que lo hiciera entender.
—Papá, yo...
—No —me interrumpió, esta vez girando hacia mí. Sus ojos estaban rojos, pero no de tristeza. Era decepción. Rabia.
Mamá soltó un sollozo ahogado. Mi hermana estaba detrás de ella, con las manos temblorosas.
—Fue un error, sí, pero—
—¿Error? —Papá se rió, una risa rota, amarga—. Un error es comprar leche entera en lugar de vegetal. Quedar embarazada a los diecisiete no es un error, es una irresponsabilidad. No tienes ni idea de lo que acabas de hacer.
Me acerqué un paso, aunque sabía que no debía.
—Por favor, papá. Sé que hice mal, que no debí hacerlo, pero... te necesito.
Estaba más allá de desesperada. Lo único que quería era que mi papá me abrazara y que me dijera que todo estaría bien.
—Tengo miedo —continúo—. No puedo hacer esto sola. Por favor, no me dejes sola.
Él me miró sin decir ni una sola palabra. Su silencio fue peor que cualquier grito. Su semblante frío no cambió.
A lo lejos se escuchaba el tic-tac del reloj en la cocina.
Finalmente habló, bajando la voz hasta que apenas fue un susurro:
—Lo siento, Sabrina. Pero ni tu madre, tu hermana o yo vamos a ser el chisme de nuestros amigos por tus actos —dice, con voz fría —. Desde este momento, yo solo tengo una hija
—William, por favor —sollozo mi mamá.
—Quiero que agarres tus cosas y salgas de mi casa —continúa, ignorando las suplicas de mi mamá—. No pienso ver cómo arruinas tu vida con un niño. Adiós, Sabrina.
El ruido de la silla cayendo, el llanto de mamá, la puerta golpeando al cerrarse.
Eso fue todo.
Estoy oficialmente sola.
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"Todo se controló. Ya estamos en casa."
"Gracias por avisarme."
"No hay de qué. Mándale saludos a Maddie de mi parte."
"Yo le digo."
Suelto el teléfono y dejo caer la cabeza sobre la almohada. No sé si debería alegrarme o ponerme a llorar por lo constante que está siendo esta situación.
No he dormido nada.
No pude.
No luego del mensaje que recibí en la madrugada. No sabía qué hacer con esa información.
¿Llamo? ¿Escribo?
No hice ninguna de las dos, así que simplemente esperé.
Por mi ventana puedo ver como el cielo empieza a aclararse, pero mi mente no deja de dar vueltas. No dejo de pensar en él, en sus palabras, en el sonido de aquella puerta cerrándose.
Cierro los ojos, dispuesta a descansar unos minutos... hasta que escucho la voz más dulce y ruidosa del mundo.
—¡Mami! ¡Despierta! ¡Vamos tarde otra vez!
Abro un ojo. Maddie está parada junto a la cama, con el cabello despeinado y una sonrisa que brilla más que el sol.
—Cinco minutos más...
—Es viernes, mami. ¡Viernes! No quiero llegar tarde al cole, otra vez.
Suspiro, aunque por dentro sonrío.
Es viernes.
Por alguna razón, sobrevivimos una semana más.
—Mami, te lo advierto, si no te levantas, me comeré tus manos —anuncia Maddie, con las manos en la cintura y la autoridad de quien gobierna el mundo antes de las ocho de la mañana.
—Eso sería canibalismo, ¿no? —murmuro, enterrando la cara en la almohada.
—No sé qué es eso, pero igual me las comeré.
Su risa llena el cuarto. Termino cediendo, claro. No tengo otra opción. Me levanto con el cabello enredado, una camiseta enorme y los ojos medio cerrados. Mi hija me sigue saltando por detrás.
En la cocina, la cafetera ruge como un monstruo cansado mientras yo intento recordar si hay pan. No lo hay. Tampoco leche o cereal.
Mierda.
Sin embargo, recuerdo que hay helado de fresa.
—Desayuno especial, princesa —digo, sacando el bote del congelador.
—¿Helado? —Sus ojos se abren de par en par.
—Solo porque es viernes —me justifico—. ¿Qué te parece un milkshake?
—¡Sí! ¡Eres la mejor mamá del mundo! —grita, abrazándome con tanta fuerza que casi se me cae la cuchara.
Claro que no soy la mejor mamá del mundo.