No debería haber estado aquí.
Tenía trabajo por hacer, una entrega por cerrar, un millón de cosas que necesitaban ser revisadas con urgencia. Vine a cumplir una tarea, no a dejar que una desconocida me saque del eje. Pero el momento en que la escuché, supe que algo en mi noche acababa de cambiar.
Pasé las primeras dos horas tranquilo, observando las interacciones en el club. Nada especial.
Hasta que ella empezó a cantar.
Había algo en su voz. Algo distinto.
Crudo. Verdadero.
Como si cada palabra la sangrara un poco.
Intenté volver a mirar la pantalla del portátil, concentrarme en los números, en el texto, en cualquier cosa. Pero mi atención seguía en ella, moviéndose bajo las luces tenues, con esa seguridad frágil que solo tienen las personas que han sobrevivido a algo.
La gente hablaba, reía, pedía tragos.
Yo no escuchaba nada.
Solo su voz.
Y entonces levantó la mirada. Y me vio. Fue un instante, un parpadeo, pero bastó.
No hay manera elegante de describir lo que sentí. El estómago se me contrajo, el aire se me atascó en la garganta, y durante un segundo tuve la estúpida idea de que el tiempo se había detenido.
No fue una sonrisa, ni un gesto.
Solo una mirada sostenida.
Suficiente para que mi cuerpo se olvidara de respirar.
Cuando la canción terminó, el bar estalló en aplausos. Ella bajó del escenario con una calma que no sentía, lo sé porque lo vi en su respiración. Y mientras el resto del público volvía a hablar, a reír, a moverse... yo seguía ahí.
Sin entender por qué una mujer a la que no conozco de nada acababa de volver mi mundo un poco más ruidoso.
Y más vacío, ahora que dejó de cantar.