4 años atrás.
Bien, dejemos algo en claro: buscar un lugar dónde vivir no es divertido. Es un infierno.
Han pasado cuatro días desde que mi papá me echó de casa, pero como último acto de “amor” me dio una semana para que encuentre un lugar a dónde ir.
Desde ese momento, las cosas solo han sido incómodas.
Papá no me habla, mamá tiene que hacerlo a escondidas y mi hermana llora todos los días, negada a la idea de que me vaya de casa. Me partía el corazón la situación que estaba viviendo.
El día en que le anuncié mi embarazo a mi familia me permití llorar, sobre todo por cómo terminaron las cosas.
Lloré por la pérdida de mi relación, por haber decepcionado a mi familia, por perder la oportunidad de ser alguien en la vida. Sobre todo lloré por el hombre que se suponía me protegería y apoyaría, pero que en cuanto se enteró de mi estado decidió que ya no podía ser parte de su vida.
Al día siguiente de lamentarme, me puse los pantalones de chica grande y salí a buscar un lugar para que mi bebé y yo podamos vivir.
Había recorrido siete pisos diferentes y ninguno me convencía: Cuatro lugares excedían de mi presupuesto, el cual era bastante ajustado; dos estaban ubicados en barrios que hacían que mi corazón latiera demasiado rápido por el miedo y por los perros ladrando a toda hora; y uno con un casero súper raro que pasó observándome de manera extraña durante todo el recorrido. Todavía me dan escalofríos al recordarlo.
Era imposible que en una ciudad tan grande como Bralla no existan lugares decentes para vivir.
A este paso iba a terminar viviendo bajo un puente o alquilando una carpa en el parque.
Hoy era mi octava visita y me encontraba frente a un pequeño edificio. Una pensión que encontré por medio de una página por internet. La mujer que me había atendido por teléfono, la cual se llama Mica, me comentó que el espacio que estaba ofreciendo era en realidad una habitación en un piso compartido, con una chica de mi misma edad. Incluso dijo que ella sería la encargada de mostrarme el lugar.
Tengo que admitir que no me emocionó la idea, pero a estas alturas ya no me quedan muchas opciones.
Así que aquí estaba.
El edificio por fuera no era lo más moderno, pero no estaba mal. La zona parecía tranquila… y, al menos por ahora, ningún perro había decidido ladrarme en la cara.
Con todos los nervios encima, llamé al intercomunicador que se encontraba en la entrada del lugar y sin la necesidad de decir una sola palabra, alguien me concedió el acceso. La mujer me había mencionado que el departamento se encontraba en el tercer piso y que cuando subiera lo hiciera por las escaleras, ya que el ascensor se encontraba en mantenimiento.
Al llegar a la puerta, respiro hondo y me dispongo a tocar, pero antes de que tenga la oportunidad de hacerlo, esta se abre revelando a una chica alta, de mirada firme y expresión seria.
Al verme, cruza los brazos y frunce el ceño.
—¿Tú eres la que llamó? —dijo, sin siquiera sonreír.
—Sí… eh… Sabrina —balbuceé.
—Bien. Soy Urania —hizo una pausa como para evaluarme—. Déjame mostrarte la habitación.
Caminamos por un corto pasillo y mientras yo intentaba no tropezarme con mis propios pies, ella caminaba con pasos seguros y medidos. Observé las paredes desconchadas, los pasillos angostos, las puertas pintadas de colores que no me inspiraban confianza.
—Tranquila, no es un lugar de mala muerte —dijo, como si estuviera leyendo mi mente—. Tampoco es un hotel cinco estrellas, pero por lo menos no hay fantasmas.
Claro, porque lo primero que pensé fue en eso.
Intenté sonreír, pero me salió un gesto torpe.
Urania me muestra todo el lugar. Tanto la sala como la cocina son espacios pequeños, pero lindos; El baño es bastante decente y se encuentra limpio; y hay una habitación extra la que, al parecer, usa como almacén.
Mi posible habitación es mejor de lo que pensaba. Tiene un armario decente, una cama en el centro con dos mesitas de noche y un pequeño escritorio con una ventana encima de ella. Aún con todas esas cosas, queda un poco de espacio como para que quepa una cuna.
—Como te dije, no es lujoso, pero tiene lo necesario —me dice, luego de terminar el recorrido—. Lo único que compartiríamos son las áreas comunes. Así que, mientras no te metas con mis cosas, podríamos vivir tranquilamente.
Me mordí el labio.
—¿Y… el ruido? —pregunté con voz temblorosa—. ¿La gente no hace fiestas?
—Pocas. Nadie suele hacer fiestas aquí. Bueno, nadie que valga la pena. —replica, seca— Probablemente una vez al mes, el idiota de nuestro vecino haga alguna que otra reunión, pero nada grave.
—Entiendo. ¿No te cae bien el vecino?
Pude ver el fastidio con el que se dirigió a él.
—¿Lucas? Para nada. Me es indiferente.
Claro…
—Bueno. Eso ha sido todo —menciona, cruzándose de brazos otra vez—. Ahora dime: ¿vas a pagar a tiempo o vamos a tener problemas?
Miro una vez más el lugar, sin admitir en voz alta que es mucho mejor de lo que esperaba.
Este sería el lugar perfecto para vivir. El alquiler no era alto, lo que era de gran ayuda. Tenía ahorrado lo suficiente como para pagar los primeros seis meses de alquiler, hasta que consiga un trabajo. Sin embargo, aún no había mencionado la razón por la que me estaba mudando.
—Yo… claro. —balbuceé, intentando no parecer ridícula —. Solo hay un pequeño detalle.
—¿Cuál?
—Estoy embarazada —confieso, con un nudo en el estómago. No me sentía preparada para que mi bebé y yo seamos rechazados otra vez.
La chica me observa en silencio, con una ceja arqueada. Su inspección debería darme incomodidad, pero extrañamente no es así.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta finalmente.
—Diecisiete.
—¿Y el papá?
—Ya no existe más.
Urania voltea los ojos y parece decir “típico” en voz baja.