Notas Cruzadas

12| Trabajo de campo.

El sábado llegó antes de que me diera cuenta

Sabrina

El sábado llegó antes de que me diera cuenta.

La semana había sido una locura, entre contratos, correos y reuniones con Adam. Admito que al principio pensé que trabajar con él sería un desafío, pero resultó ser sorprendentemente fácil. Escucha, pregunta, se interesa y toma en cuenta cada cosa que le sugiero, como si realmente le importara lo que tengo para decir.

Y aunque intenté no pensarlo demasiado, cada vez que se reía o me miraba con esa calma distraída, algo dentro de mí se desordenaba.

Pero eso era entre semana.

Ahora, como cada fin de semana, estoy en el club.

El lugar está lleno: luces tenues, murmullo constante, el sonido de copas chocando y el aroma inconfundible de perfume barato y alcohol. Es caótico, ruidoso, pero de alguna manera familiar.

Maddie se había quedado con la señora Mica, mi casera.

Una mujer de sesenta años con alma de abuela y carácter de santa. Tiene el cabello plateado, las manos que huelen a lavanda y una sonrisa que podría arreglar cualquier día malo. Ama a Maddie, y no lo digo porque sea mi hija. Maddie tiene esa magia que hace que cualquiera la quiera.

La señora Mica fue uno de esos ángeles que el universo me mandó justo después de que papá me echara de casa. Me recibió con un “aquí siempre hay espacio para las mamás valientes”, y cumplió su palabra.

Sacudo la cabeza, concentrándome.

No puedo distraerme.

Trabajo es trabajo.

Mientras atiendo una mesa, escucho a un grupo de adolescentes haciendo escándalo al fondo. Gretchen, una de las nuevas meseras, trata de mantener la calma, pero su expresión dice “váyanse al infierno”.

—Esos niños están alterando mis nervios —me dice cuando pasa a mi lado—. Llevan dos horas intentando pedirme cervezas y se niegan a mostrarme su identificación. No deben tener ni diecisiete.

—Déjame a mí. —Le guiño un ojo.

Me acerco al grupo, reconociendo al instante ese tipo de energía: la mezcla de ego y el exceso de confianza.

Me doy cuenta inmediatamente que es la primera vez que vienen al club, la mirada con la que observan mi uniforme lo confirma, así que no me sorprende cuando uno de ellos trata de ligar conmigo.

—¡Hey, muñeca! —dice uno, con una sonrisa que seguramente ensayó frente al espejo—. ¿La oferta de tragos incluye tu número de teléfono?

El resto de sus amigos lo aplaude y silba, alimentando su ego.

Idiota.

Sonrío, apoyando una mano en la mesa.

—Claro, cielo. Todas las ofertas incluyen un número, pero, ¿seguro que tu mami te dio suficiente dinero para pagarla?

Las carcajadas explotan alrededor.

—Mierda, hombre. ¡Te dije que no te haría caso! —grita uno.

El pobre se hunde en la silla, rojo como un tomate.

Terminan pidiendo seis hamburguesas con refrescos. Sin alcohol, por supuesto.

Cuando regreso a la barra, Gretchen me mira impresionada.

—No puedo creer que los calmaras. A mí no me dieron el gusto.

—Paciencia y sarcasmo —respondo con una sonrisa—. Son armas poderosas.

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Camino entre las mesas, sirvo copas, anoto pedidos, sonrío. Todo parece normal.

Hasta que escucho la voz de Daniel.

—Otra noche agitada, ¿eh?

—Como todas —respondo, revisando los vasos.

—Podrías darte un descanso alguna vez —dice, inclinándose hacia mí—. Después del cierre podríamos ir a mi departamento. Tengo vino, pizza y… buenas intenciones.

—¿Buenas intenciones? —repito, reprimiendo una risa.

—De las mejores.

Antes, ese tipo de invitaciones me habría sacado una sonrisa automática. Pero ahora… suena vacío.

Porque cuando cierro los ojos, la voz que escucho no es la suya.

“Tienes la voz de un ángel.”

El tono, la calma, esa forma de decir mi nombre que se cuela bajo la piel.

Estoy a punto de responderle a Daniel cuando Urania aparece detrás de mí.

—Sabrina —susurra, con esa sonrisa que siempre anuncia problemas—. Creo que tienes visita.

—¿Qué?

—Allá —asiente con la cabeza.

Sigo su mirada y mi estómago da un vuelco.

Adam está sentado en una mesa cerca del escenario.

No puede ser.

Su mirada me encuentra sin siquiera buscarla y sonríe.

Claro que sonríe.

—¿Qué demonios hace aquí? —murmuro.

—Tú dime —responde Urania, divertida.

—Por favor, mátame.

Camino hacia él intentando parecer tranquila, aunque siento que el corazón me late en los oídos.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, cruzándome de brazos.

—Trabajo de campo —responde con una sonrisa tan tranquila que me irrita.

—¿Sin laptop? Qué sorpresa.

—La olvidé. Pero no iba a desperdiciar la oportunidad de hacer otra evaluación.

—¿Otra evaluación? —repito, alzando una ceja.

—Exacto —responde, con una seriedad fingida—. Estoy verificando la consistencia del producto.




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