Sabrina
El lápiz rosa de Maddie giraba sobre la mesa como si tuviera vida propia.
Estaba súper concentrada dibujando una princesa con una corona torcida y un sapo que sonreía demasiado. Cada tanto, me miraba solo para asegurarse de que seguía ahí, y cuando le devolvía la sonrisa, volvía a lo que estaba haciendo.
—Mami, ¿tú crees que si beso a un sapo de verdad se convierte en príncipe? —preguntó de pronto, con la mayor naturalidad del universo.
Casi me atraganto con el café.
—Eh... no, cielo. Mejor no beses sapos, ¿ok? —respondí, aguantándome la risa.
—Ya lo sabía —dijo con aire sabio—. Igual se ven todos babosos.
No pude evitar soltar una carcajada. Maddie era una mezcla perfecta entre sarcasmo y dulzura, y sospechaba que la mitad de eso lo había heredado de mí.
Mica me había dicho anoche que a Maddie le costó mucho dormirse de la emoción por venir hoy conmigo al trabajo. Y era cierto. Esta mañana fue la primera en levantarse, vestida y lista antes incluso de que yo pudiera abrir los ojos. Tenía temporadas de "no me quiero separar de mamá" tan intensas que, sinceramente, me resultaba imposible decirle que no.
Tampoco es que me quejara mucho. Sé que no debo malacostumbrarla, pero el solo hecho de imaginarla de adolescente, más pegada a sus amigas que a mí, ya me pone medio sentimental.
Ahora estaba allí, en la oficina, feliz con su leche chocolatada y un muffin de manzana que le trajo Viviana, mientras sus pies se balanceaban al ritmo de Barbie Girl de Aqua.
Si mi madre estuviera aquí, ya me habría dicho que está mal que le ponga a mi hija canciones de una chica que ha insultado abiertamente a la muñeca más famosa de todo el mundo, pero, la verdad, no lo veo tan grave.
No voy a ponerle letras que digan cosas explícitas, obvio, pero Barbie Girl no mata a nadie. Es pegajosa, divertida y si la canto con ella, hasta parece más inocente. Yo crecí escuchando esas cosas y no salí tan mal... creo.
Además, parte de mi trabajo como madre es enseñarle a distinguir, no a prohibir. Prefiero que aprenda a escuchar de todo y sepa pensar por sí misma.
Mi escritorio parecía el antes y el después de dos personas distintas. De un lado, informes, café, laptop y documentos del nuevo cliente que tal vez contrataría al bufete; del otro, crayones, dibujos y restos de azúcar glas.
Trataba de concentrarme, pero entre tanto color y migas, mi cabeza decidió hacer lo que mejor sabe: irse por las ramas.
Sin pedir permiso, el recuerdo del beso se coló en mi mente como un comercial de YouTube imposible de saltar.
El calor de sus manos.
Su boca devorando la mía.
La sensación de perder el equilibrio, de querer más.
Y Romina. Su hermana. Entrando como si no hubiera escogido el peor momento para interrumpir.
Suspiré.
No tuve el valor de volver a hablar con Adam después de eso. Mientras él brindaba con su jefe, yo ya estaba huyendo del restaurante con Urania, que gritaba histérica porque no entendía nada.
Ya en casa, recibí un mensaje de Adam.
Al principio no quise leerlo. Estaba segura de que sería algo tipo "¿Dónde te metiste?" o "¿Podemos hablar?", y no tenía energía para eso. Pero me equivoqué. El mensaje decía: "La mejor noche de mi vida".
Me quedé mirándolo un rato, con el corazón haciendo estupideces.
Besarlo fue una mala idea. Lo sé. Sobre todo porque quería más.
Fue el mejor beso de mi vida y justo por eso era peligroso.
—Sabrina, Adam Blake está subiendo —dice Viviana, sacándome de mis pensamientos—. ¿Te habilito la sala de reuniones?
Oh, no... cerré los ojos.
Y yo que creía que tendría unos días de tregua.
—No te preocupes, lo hago yo —le respondí con voz fingidamente calmada—. ¿Puedes quedarte con Maddie?
—Claro.
—Gracias —dije. Luego miré a Maddie—. Mads, Viviana se quedará contigo un ratito, ¿sí? No te muevas de aquí.
Maddie asintió, demasiado entretenida dibujando una princesa con gafas.
Me levanté, alisando mi falda, e intenté que mis piernas no temblaran. Caminé hasta el ascensor justo cuando las puertas se abrieron y lo vi.
—¿Tan impaciente estabas por verme que viniste tú misma al ascensor? —bromeó, con esa voz grave que me hacía olvidar cómo se respiraba.
—Más bien no quería que te pierdas —respondí, forzando una sonrisa.
—Tranquila, sé perfectamente dónde estás —replicó, bajando la mirada un segundo, y luego volvió a mirarme con descaro.
Rodé los ojos.
—¿Qué haces aquí, Adam?
—Vine a verte. Creo que ambos tenemos una conversación pendiente.
Mi estómago dio un vuelco.
—Pues crees mal. No hay nada de que hablar. Fue un error.
Él sonrió de lado.
—Si eso fue un error, por favor, déjame equivocarme más seguido.
—No bromees —dije, cruzándome de brazos para no delatar lo nerviosa que estaba.
—No estoy bromeando, Sabrina —su voz sonó distinta esta vez. Más baja. Más real—. No puedo sacarte de mi cabeza.
No quería hablar allí, con la gente entrando y saliendo del hall. Así que di media vuelta y caminé hacia la sala de reuniones. Él me siguió sin decir nada, aunque podía sentir su mirada en mi espalda.
Una vez dentro, cerré la puerta.
—Adam... —empecé, intentando sonar firme—. No puedo hacer esto.
—¿Esto? ¿A qué te refieres?