Sabrina
Maddie empezó a llorar apenas vió que que me colgaba la cartera.
Ni siquiera eran lágrimas reales; era ese llanto extraño que había aprendido hace poco. Un llanto táctico, dramático y calculado. Tenía la respiración entrecortada, los brazos extendidos y la cara completamente roja.
—No te vayas, mami —gimió, aferrándose a mi pierna como si fuera un tronco en medio de un tsunami.
Respiré hondo.
Sentí la tela de mi vestido tironearse cuando sus deditos se engancharon con más fuerza. Estaba completamente lista: peinada, maquillada, con los zapatos puestos y el abrigo en la mano. La ironía de estar arreglada para una cita mientras mi hija hacía una pataleta me golpeó en la nuca.
Las pataletas.
Últimamente eran más frecuentes. No sabía de dónde las había aprendido, tampoco cómo frenarlas. Y aunque sabía —racionalmente— que este llanto era pura actuación, la angustia igual me subió por el pecho, estrujándome el corazón como si fuera el más sincero del mundo.
—Amor... —me agaché un poco, pero no lo suficiente como para que pudiera escalarme—. Te conté que tenía que salir hoy. ¿Recuerdas? Tengo reunión de trabajo.
La primera mentira que le decía a mi hija.
Y me sentía una pésima madre.
—No quiero que te vayas —repitió, haciendo un puchero tan grande que su labio inferior tembló—. ¡Quiero seguir jugando contigo!
Un nudo se me formó en la garganta.
Todo el día había sido para ella.
Todo.
Me desperté temprano, antes de que sonara el despertador, solo para prepararle su desayuno favorito. Salimos a pasear, le compré ese juguete que llevaba días mirando, comimos hamburguesas, y cuando volvimos a casa me tiré al suelo a jugar con ella aunque lo único que quería hacer era dormir. Todo para compensar mis semanas caóticas, mi falta de tiempo, mis horarios de locos.
Aparentemente, no había sido suficiente.
Apreté los labios, luchando con la culpa que ya me estaba trepando desde el estómago.
—Mads, podemos jugar mañana —intenté decir con suavidad—. Hoy no puedo quedarme.
—Pero yo sí quiero que te quedes —insistió, aferrándose aún más a mi pierna, esta vez dejando caer la cabeza contra mi muslo.
Estuve a nada de rendirme.
De mandarle un mensaje a Adam diciéndole que no podía ir. Que no era buena idea. Que mejor otro día. Que mi hija me necesitaba.
De hecho, abrí la boca para decir exactamente eso.
Pero justo ahí, desde el pasillo, escuché la voz de Urania:
—¿Me pareció escuchar a un bebé llorando?
Me giré lo justo para verla asomar la cabeza desde su cuarto, con una ceja levantada y una expresión de confusión teatral.
—Qué raro... —añadió, avanzando hacia nosotras—. Yo no sabía que en esta casa había un bebé.
Maddie dejó de llorar por dos segundos. No del todo, pero lo suficiente como para mirarla con atención, sin soltarme todavía.
Urania se agachó a su altura.
—A ver... ¿qué es todo este drama? ¿Por qué lloras? Mira qué fea te pones llorando, pareces un tomate triste.
—Quiero que mi mami se quede. —declaró Maddie, inflando las mejillas.
—¿Y no quieres pasar la noche conmigo? —Urania fingió sorpresa—. Pensé que íbamos a hacer pizzas caseras, ver películas, comer helado... ¿o ya no te interesa?
Vi cómo la nariz de Maddie se arrugó.
Ese gesto siempre significaba lo mismo: lo quiero, pero no lo voy a admitir tan rápido.
—¿Pizza de verdad? —preguntó en un susurro.
—De verdad de verdad —contestó Urania, poniéndose seria—. Pero solo si dejas de llorar.
Maddie inhaló profundamente, como si estuviera tomando una decisión trascendental. Luego levantó la mirada hacia mí, con sus ojos muy abiertos.
—Ya no voy a llorar —anunció, soltándome la pierna despacio—. Pero igual te voy a extrañar.
Y ahí se me derritió el corazón.
Me agaché por completo y la abracé fuerte. Ella se aferró a mi cuello sin pensarlo.
Su cabello, suave y tibio, me envolvió la cara.
Siempre olía a frambuesa y azúcar.
Siempre.
Me llené los pulmones con ese olor, grabándomelo como si me fuera a faltar.
—Vuelvo pronto, ¿sí? —le murmuré contra la sien—. Antes de que te duermas. Te lo prometo.
Ella asintió y corrió hacia Urania, quien la alzó sin problema y la acomodó sobre su cadera.
—Esta noche, tú mandas —le dijo Urania, dándole un pequeño toque en la nariz—. Yo solo sigo órdenes.
Maddie soltó una risa emocionada.
—Suerte con esa aburrida reunión —bromeó Urania, guiñándome un ojo por encima de su hombro— Aquí está todo controlado.
Asentí, obligándome a dar ese primer paso hacia la puerta.
Aunque una parte muy grande de mí hubiera preferido que Maddie siguiera llorando, solo para tener una excusa para quedarme.
Apenas la puerta del departamento se cerró detrás de mí, sentí que el aire me faltaba.
Me apoyé un segundo en la pared del pasillo, respirando hondo, tratando de recomponerme antes de tomar el ascensor.
Volví a ver el mensaje en mi celular.
Adam: Estoy abajo.
Había enviado ese mensaje hace cinco minutos, en medio de la actuación de Maddie.
Sentí el impulso de escribirle que ya bajaba, que lo sentía, que no era mi intención hacerlo esperar, que no estaba lista, que no debía estar haciendo esto.
Pero no escribí nada.
Solo guardé el celular en el bolsillo y presioné el botón del ascensor antes de que pudiera arrepentirme.