Sabrina
4 años atrás
Estoy recostada en mi cama, con la panza más grande que alguna vez me pude imaginar. Son las dos de la mañana y la bebé, desde dentro de mí, se mueve como si quisiera armar un campamento entre mis costillas.
Tenía el celular en la mano. La pantalla iluminaba la habitación oscura del departamento diminuto en el que me había metido después de irme de casa.
Sin pensarlo demasiado, abro el chat de mamá.
El último mensaje enviado es mío.
Y está azul.
No visto.
No respondido.
De hace cinco meses.
Trago saliva, y con un nudo en la garganta, escribo:
Sabrina: Hola, mamá... no sé si quieras leer esto, pero ya casi tengo ocho meses.
Tendré una niña.
Aún no sé qué nombre le pondré, pero me gusta mucho el nombre Maddison. Lo escuché hace poco en un película y me pareció lindo.
No ha sido fácil. A veces me duele todo. Jamás imaginé que estar embarazada fuera así.
Hay días en los que me da tanto miedo que no sé si voy a poder con todo. Me gustaría que estuvieras aquí. Solo... para decirme qué hacer cuando no sé qué hacer. A veces pienso que no voy a ser una buena madre. Y ojalá tú pudieras decirme que sí.
Lo envié sin pensar.
Y apenas lo hice, me arrepentí.
Guardo el celular bajo la almohada y cierro los ojos, sintiendo ese pequeño movimiento dentro de mí que me promete que, aunque me sienta sola, no lo estoy del todo.
Me limpié las lágrimas con la manga como si pudiera borrar también el mensaje.
Ella nunca respondió.
Ni ese día ni el siguiente.
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—¿Mamá? —pregunto, aunque ya conozco la respuesta.
Mi voz suena como si tuviera un hilo atrapado en la garganta.
El baño del restaurante está tan silencioso que puedo escuchar el eco tenue de los cubiertos desde el comedor. Huele a jabón caro y flores blancas.
Me quedo completamente quieta, con las manos húmedas todavía por el agua del lavamanos, incapaz de moverme.
Ella…
Ella está ahí.
Luce exactamente como la recordaba… pero al mismo tiempo, distinta.
El cabello castaño está recogido en un moño elegante, ni un solo pelo fuera de lugar. Lleva un vestido crema ajustado, unos tacones altísimos y ese perfume caro que siempre usaba para las cenas importantes. Sus manos —perfectas, con uñas francesas— sostienen una cartera pequeña de diseñador.
Ella da un paso hacia mí, y su expresión…
No sé si es sorpresa, alivio, dolor.
Parece todo junto.
—No pensé… —traga saliva, como si también estuviera nerviosa— no pensé encontrarme contigo aquí.
Una risa seca se me escapa, casi sin querer.
—Sí, bueno… yo tampoco.
Es todo lo que logro decir.
Mi pecho arde.
Mis ojos se nublan un poco.
Las manos me empiezan a temblar.
Ella me mira de arriba abajo, con una mezcla de incredulidad y tristeza suave. Su mano, que estaba a medio camino de tocarme, cae a su costado.
—Te ves tan… adulta —susurra. Pero no lo dice como halago. Lo dice como quien se da cuenta de que perdió tiempo —. Estás tan linda.
Mis ojos parpadean con fuerza. No sé por qué ese comentario es el que hace más daño.
Quiero decirle tantas cosas.
Quiero preguntarle por qué nunca respondió.
Por qué dejó que me fuera.
Por qué no hizo nada cuando todo se vino abajo.
Pero lo único que sale es:
—Tengo que volver. Alguien me está esperando.
Ella baja la vista.
—Tu papá y tu hermana están afuera —dice con un tono más bajo—. Vinimos a cenar. Él no se ha sentido bien últimamente, así que quisimos traerlo a uno de sus lugares favoritos.
Asiento, sin saber qué decir.
Ella da otro paso hacia mí, con movimientos suaves, casi cautelosos.
—Sabrina… —me mira con ojos brillosos, y esa sola imagen me derrumba un poco— ¿podemos hablar? Solo… un momento. No hoy, si no quieres. Pero… algún día.
Mi corazón late tan fuerte que siento el pulso en las muñecas.
No sé si estoy lista.
No sé si voy a estarlo.
—No lo sé, mamá —digo con la voz temblorosa, siendo más honesta de lo que pensé que podía ser con ella.
Mi mamá asiente, con una tristeza real, de esa que no se puede fingir ni aunque seas la persona más elegante del lugar.
—Cuando quieras. Estoy aquí —susurra.
Yo doy un paso atrás.
Necesito aire.
Necesito salir antes de romperme justo frente a ella.
Salgo del baño casi a tropezones, con la vista borrosa y las manos frías. El ruido del restaurante me golpea de nuevo, pero esta vez me siento fuera de lugar.
Expuesta.
Como si todos supieran lo que acaba de pasar.
Cuando llego a la mesa, Adam se pone de pie al verme.
Sus ojos se abren, alarmados.
—¿Sabrina? ¿Estás bien?
—Podemos… —mi voz no sale. Trago, intento otra vez— ¿Podemos irnos? Por favor.
Adam no hace preguntas.
No frunce el ceño.