Notas Cruzadas

30| Sentir lo que yo sentí.

No recuerdo bien el camino de regreso

Sabrina

No recuerdo bien el camino de regreso.

Desde que salimos del restaurante y entré al carro de Adam, todo fue un borrón extraño. Como si mi cuerpo hubiera decidido moverse en automático mientras mi cabeza seguía atascada en el encuentro con mi mamá, el cual me había helado la sangre.

Solo reaccioné cuando Adam redujo la velocidad. El carro se detuvo a un lado de un parque casi vacío, iluminado apenas por un par de faroles que dejaban sombras largas sobre los árboles.

Adam apagó el motor.

—Podemos quedarnos aquí —dijo, suave—. No tenemos que ir a ningún sitio hasta que tú quieras.

Asentí, sin encontrar voz. Todavía podía sentir el temblor en mis dedos, como si mis manos recordaran antes que yo lo que había pasado.

Cuando levanté la mirada, él ya estaba observándome. No con lástima. Con algo mucho más cuidadoso.

—¿Puedes decirme qué pasó? —preguntó—. Solo si quieres.

Abrí la boca, pero lo único que salió fue un suspiro quebrado.

—Me crucé con mi mamá —murmuré.

La palabra me cortó la garganta. Adam no habló. No se movió. Solo me dio tiempo para poder ordenar mis ideas.

Respiré hondo.

—No la veía desde que me echaron de mi casa —continué, tragando el nudo en mi garganta—. Desde que se enteraron de que estaba embarazada de Maddie.

El aire pesaba. Me sentí diminuta.

—Ella solo... apareció. Me miró y me dijo que quería hablar conmigo. Como si nada.

Me limpié una lágrima con rabia, molesta conmigo misma por llorar otra vez.

—Yo no pude moverme. No pude hablarle. Sentí que tenía diecisiete otra vez, temblando, rogando que alguien me escuchara. Que mi mamá... —mi voz se rompió— ...que mi mamá siguiera siendo mi mamá.

Adam se acercó un poco, sin invadir, sin apresurar.

—Ángel —susurró—, lo que viviste no se borra porque ella apareció hoy. Y no tienes que decidir nada esta noche.

—No sé si debería hablar con ella o no —admití—. Una parte de mí quiere, necesita saber por qué. Pero la otra... la otra sigue parada con una maleta abierta, esperando que alguien le diga que se quede.

Adam cerró los ojos un segundo, como si le doliera imaginarlo.

—No puedo decirte qué hacer —dijo con una voz muy suave—, pero sí sé que no le debes nada que te lastime. Si no estás lista, tienes derecho a decir que no.

» Y si un día decides hablar... será desde lo que eres ahora. Desde la mujer que sobrevivió sola, que crió a su hija, que se reconstruyó. Esa mujer merece respuestas.

Algo dentro de mí se aflojó. Un nudo antiguo. Una herida vieja.

Y lloré. Sin esconderme.

Adam esperó hasta que yo respiré hondo. Entonces, levantó la mano con muchaa delicadeza y me limpió una lágrima con el pulgar.

Me derretí un poco.

—Estoy aquí —susurró.

—Tengo miedo —confesé.

—Lo sé. Pero no estás sola.

Me sostuvo la mirada. Sentí mis murallas bajar, una a una. De forma silenciosa. Inesperada.

Se inclinó apenas. Muy poco. Dándome tiempo para retroceder.

No lo hice.

Nuestros labios se encontraron en un beso lento, cálido, lleno de cuidado. No había prisa. No había tensión. Solo un "estoy contigo" que me envolvió por completo.

Cuando nos separamos, él apoyó su frente contra la mía.

—Ángel —murmuró—, esto no es porque te vi mal. No es lástima. Es porque te quiero. Así. Exactamente así.

No respondí. Solo sentí mi corazón moverse de una manera nueva. Suave. Profunda.

Y por primera vez en mucho tiempo, no huí de lo que sentía.

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Y por primera vez en mucho tiempo, no huí de lo que sentía

Adam me llevó a casa en cuanto de lo pedí. Había experimentado muchas emociones en una sola noche y lo único que quería era meterme a mi cama y olvidarme del mundo.

Cuando llegamos, me preguntó si quería que subiera. No para entrar, sino para asegurarse de que no volvería a llorar sola en el pasillo.

Le dije que estaría bien.

Me creyó y con un último beso, se despidió de mí.

Subí las escaleras despacio. Estaba segura de que Maddie estaría dormida. Una parte de mí incluso rezaba por eso, porque no sabía qué clase de sonrisa iba a poder darle esta noche.

Pero al abrir la puerta de nuestro pequeño departamento, vi la luz del cuarto de mi hija encendida.

Claramente había engañado a Urania para poder esperarme.

Maddie estaba sentada en su cama, abrazando su osito, con el cabello desordenado y los ojos adormilados.

—¡Mami! —exclamó, saltando del colchón— ¡Llegaste!

Cuando corrió hacia mí, la levanté sin pensarlo. Maddie me rodeó el cuello con fuerza, tan fuerte que tuve que cerrar los ojos para no romperme de nuevo.

Me aferré a ella. Más de lo que debería.

—Mami, ¿estás bien? —preguntó de pronto, separándose solo lo suficiente para mirarme la cara— ¿Por qué tienes los ojos rojos?

Me quedé quieta.

Mi hija tenía la edad suficiente para comenzar a notar cosas y eso sería un gran problema si no podía actuar bien... como ahora.

—Tuve un día difícil, cariño —respondí con una sonrisa cansada—. Pero ya pasó.

Ella frunció la nariz, como si lo estuviera procesando.




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