Aiden se encontraba en el limbo, un lugar sin tiempo, sin espacio, solo la inmensidad de la nada. Todo a su alrededor era etéreo, una mezcla entre sombras y luces difusas que se movían lentamente, como si el mismo espacio fuera consciente de su sufrimiento. Sus ojos, vacíos pero profundos, se fijaban en un espejo flotante, un espejo que no reflejaba su rostro, sino que mostraba el rostro de su padre.
El padre de Aiden, quien lo había maldecido siglos atrás, estaba parado frente a él, su presencia solemne y llena de pesar. Los ojos del hombre eran un reflejo de un dolor antiguo, un dolor compartido, un dolor que nunca había dejado de latir en su pecho. Aiden lo miró fijamente, una mezcla de tristeza y desesperación llenando su corazón.
—Padre… —su voz resonó, temblorosa, como si estuviera luchando con cada palabra—. Te pido… te pido que borres todo. Todo lo que recuerdo de Odett. Todo lo que fue, todo lo que pudo haber sido. No quiero seguir recordando. No quiero que me duela más.
El rey, su padre, suspiró profundamente, y sus ojos se llenaron de una tristeza infinita. Aiden sabía lo que eso significaba. Sabía que, aunque su padre lo hacía por su bien, su alma nunca podría liberarse del amor que sentía por ella, por Odett, una y otra vez.
—Hijo, no puedo dejar de sentir el dolor que llevas en el corazón —dijo el rey, su voz rota, como si estuviera tomando una decisión imposible—. Sabes que esta maldición no es solo tu carga. No es solo tu destino. Es nuestro, como familia. Pero si así lo deseas… lo haré. Te borraré esos recuerdos. Es lo único que puedo hacer por ti.
Aiden bajó la cabeza, sus manos temblaban. Sabía que no había vuelta atrás. Al perder sus recuerdos de ella, perdería una parte de sí mismo. Pero la idea de que Odett pudiera sufrir por él, como lo había hecho tantas veces en sus vidas pasadas, lo destrozaba por completo.
Antes de que su padre pudiera tomar la decisión final, una figura apareció en el umbral del vacío. Era una mujer, envuelta en una capa oscura, con ojos que brillaban como estrellas caídas. Su presencia era imponente, como si el mismo universo se hubiera materializado a través de su cuerpo. Era una hechicera, una mujer que había visto más allá de lo visible, una mujer con el poder de cambiar el destino.
—No tan rápido, Aiden —dijo la hechicera, su voz profunda y resonante. Parecía que cada palabra que pronunciaba venía de los mismos rincones del tiempo y del espacio.
Aiden levantó la mirada, sorprendido. La hechicera lo observó con una mezcla de sabiduría y compasión.
—Antes de que borres todo, debo mostrarte algo —continuó ella, alzando una mano. Con un movimiento suave, el aire a su alrededor cambió, y una visión comenzó a formarse en el espejo frente a Aiden. En la imagen apareció Odett, pero no como la conocía, sino como una extraña, una mujer que ya no recordaba nada de él.
—¿Qué… qué es esto? —preguntó Aiden, su corazón acelerándose, una mezcla de temor y desesperación inundando su pecho.
La hechicera lo miró fijamente, con una serenidad inquietante.
—Es una visión de lo que está por venir. En esta vida, tal vez no encuentres la felicidad que buscas con ella. Tal vez esta vida no esté destinada a que ustedes estén juntos. Pero hay algo que el tiempo no puede destruir: las almas.
Aiden frunció el ceño, confundido.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, su voz temblorosa.
La hechicera continuó, su mirada intensa, penetrante.
—Tu y Odett no encontrarán la felicidad en esta vida. Eso ya está escrito. Pero en el próximo ciclo, en su próxima reencarnación, se encontrarán nuevamente, no como amantes, no como almas que se buscan, sino como extraños. Como si sus recuerdos se hubieran desvanecido, como si nada hubiera sucedido. El amor será una chispa que se encienda de nuevo, pero será diferente, más puro, más libre. Quizás en esa vida, tal vez, por fin, puedan ser felices.
Aiden se quedó en silencio, mirando la visión de Odett. La imagen de ella estaba distorsionada, como si estuviera atrapada en un sueño que ella misma no comprendía. No podía recordarlo, ni a él, ni a todo lo que habían vivido. Pero la chispa, ese atisbo de algo profundo en su interior, aún permanecía.
—¿Por qué… por qué no podemos estar juntos ahora? —preguntó Aiden, su voz rota por el dolor.
La hechicera suspiró, su mirada llena de una tristeza infinita.
—Porque el destino no puede ser alterado tan fácilmente. Tu amor por Odett es una bendición y una maldición a la vez. En este ciclo, ella no podrá recordar lo que fue, pero en otro, tal vez, la vida les dé una oportunidad diferente. Lo que decidas ahora, Aiden, lo harás por ti, por ella, y por todo lo que alguna vez fueron.
Aiden miró a su padre, quien estaba parado en silencio, observando toda la escena. Era evidente que había aceptado su destino, que sabía que esto tenía que suceder de alguna manera. No había forma de escapar de la maldición que había caído sobre ellos.
—Si esto es lo que debo hacer —dijo Aiden, con la voz quebrada pero decidida—, entonces hazlo. Borra mis recuerdos. Borra todo lo que tuve con ella. Solo… no dejes que ella sufra por mí.
La hechicera asintió lentamente y, con un gesto de su mano, la visión desapareció. Aiden sintió que el peso de los recuerdos, los momentos compartidos con Odett, comenzaban a desvanecerse de su mente. La sensación era extraña, como si su vida se desintegrara poco a poco.
#1227 en Fantasía
#147 en Paranormal
#52 en Mística
reencarnación, dioses romance fantasia, reencarnaciones dioses maldiciones
Editado: 14.03.2025