El amanecer llegó lento, con un resplandor gris que apenas lograba atravesar las cortinas
del estudio. Adrián llevaba toda la noche en vela, los ojos rojos, las manos cansadas, pero
por primera vez en años, no sentía solo vacío. Frente a él, sobre el piano, había un borrador
de partituras garabateadas con acordes sueltos, notas que aún no tenían forma, pero que
parecían insistir en quedarse.
A cada intento, una imagen regresaba: la mirada de Mateo en el pasillo, el brillo sereno de
sus ojos cuando dijo “olvidar duele más que recordar”.
Adrián golpeó las teclas con frustración. —Ridículo… —murmuró.
Pero la melodía seguía allí, persistente, reclamando espacio en su mente.
Un golpe en la puerta lo sobresaltó. —¿Adrián? —la voz de Mateo entró como un eco
familiar—. ¿Estás despierto?
Adrián frunció el ceño, sorprendido por la confianza con la que pronunciaba su nombre. No
respondió de inmediato, pero el sonido de la puerta abriéndose de a poco lo obligó a
hacerlo. —No entres —dijo bruscamente.
Mateo se asomó igual, con la mochila al hombro y un café desechable en la mano. —
Tranquilo, no voy a morder.
—No deberías estar aquí.
—Tampoco tú deberías estar despierto a estas horas, pero aquí estás.
Adrián suspiró, exasperado, pero no lo echó. Mateo dejó el café en la mesa auxiliar del
piano y lo observó en silencio, como quien contempla un cuadro en construcción.
—Estás componiendo —dijo finalmente.
Adrián bajó la vista a las partituras, incómodo. —No es nada. Solo… ruido.
—No suena como ruido —contestó Mateo, ladeando la cabeza—. Suena a alguien que
intenta decir algo que todavía no sabe cómo decir.
El pianista lo miró, molesto por lo certero de la observación. —¿Siempre tienes que hablar
así?
—¿Así cómo?
—Como si pudieras leer lo que pienso.
Mateo sonrió de lado. —No leo lo que piensas. Solo escucho lo que no dices.
El silencio que siguió fue espeso. Adrián giró hacia el piano y tocó un fragmento de la
nueva melodía. Era breve, incompleto, pero tenía un aire distinto, más luminoso que sus
piezas anteriores.
Mateo lo escuchó con atención, apoyado en la pared. Cuando terminó, asintió despacio. —
Es… distinta.
—¿Distinta cómo?
—No sé. Menos triste. Como si alguien hubiera abierto una ventana en medio de una
tormenta.
Adrián bajó la vista, inquieto. —Es solo una idea. Ni siquiera tiene nombre.
Mateo se acercó un poco más, sin perder la calma. —Pues ponle uno.
—No funciona así.
—Entonces déjame ponérselo yo.
Adrián lo miró sorprendido. Mateo sonrió, divertido por la reacción. —La llamaría Azul.
—¿Azul? ¿Eso es lo mejor que puedes inventar?
—Sí. Porque cuando la tocaste, me recordó a todo lo que escribo con esa palabra. Azul de
madrugada, azul de lluvia, azul de tristeza… y de esperanza también.
Adrián apretó los labios, tratando de ocultar la sacudida que le provocaban esas palabras.
—Tus metáforas otra vez.
—Llámalo como quieras —dijo Mateo, encogiéndose de hombros—, pero es la primera vez
que tu música no suena como si te estuvieras despidiendo.
El pianista no respondió. Se levantó del banco con brusquedad, caminando hacia la ventana
para ocultar el temblor de sus manos. Afuera, el cielo comenzaba a aclarar.
Mateo recogió su café vacío y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y lo miró
por última vez. —Guárdala bien. Esa melodía tiene nombre, aunque tú no lo admitas
todavía.
La puerta se cerró suave. Adrián se quedó quieto, mirando el amanecer teñido de un rosado
claro con un azul pálido. Luego regresó al piano, colocó las manos sobre las teclas y, casi
sin pensarlo, repitió los acordes.
Y por primera vez en años, no se sintió solo al tocarlos.