El estudio estaba silencioso, salvo por el sonido tenue de la lluvia que regresaba tras una
tarde seca. Las cortinas se mecían suavemente con el viento, proyectando sombras que se
entrelazaban en las paredes como un reflejo de la inquietud que Adrián sentía en el pecho.
Mateo entró sin anunciarse, como era costumbre, y se apoyó en el marco de la puerta. Traía
consigo una taza de té que había preparado en la cocina del edificio, su manera de decir que
no necesitaba permiso para acercarse.
—Parece que la tormenta no se va —comentó, dejando la taza en la mesa auxiliar.
—No parece que me importe —contestó Adrián, aunque la voz le tembló ligeramente.
Mateo sonrió, esa sonrisa que siempre tenía algo de traviesa y algo de cálida. Se sentó en el
suelo frente a él, cruzando las piernas, y apoyó los codos sobre sus rodillas. Observó cómo
Adrián tocaba unas notas sueltas, intentando recomponer la melodía que había empezado
días antes.
—Déjame —dijo Mateo al fin, inclinándose hacia el piano—. Quiero ver cómo lo haces.
—No necesito ayuda —replicó Adrián, brusco, pero sin apartarlo.
—Solo quiero escuchar de cerca —insistió Mateo, su voz suave y firme a la vez.
Adrián suspiró, resignado, y se dejó guiar. Tocó lentamente, una serie de acordes que
parecían suspendidos en el aire, hasta que uno de ellos se prolongó más de lo previsto.
Mateo, sin darse cuenta, extendió la mano y la apoyó suavemente sobre la de Adrián, para
marcar el compás.
El contacto fue breve, pero suficiente para que ambos se tensaran. Los dedos de Adrián
temblaron levemente, y bajó la mirada hacia la mano de Mateo. Él la retiró despacio,
sonriendo con cierto nerviosismo.
—Lo siento —murmuró.
—No… no pasa nada —dijo Adrián, con la voz más baja de lo habitual, y volvió a tocar.
El roce había dejado un hilo eléctrico que ninguno de los dos podía ignorar. Mateo no
volvió a apartarse del estudio; se acomodó junto al piano, escuchando cada nota, con la
respiración contenida como si temiera romper la atmósfera.
—Tus dedos… —dijo Mateo en voz baja, sin mirar directamente—. Parecen bailar sobre el
teclado.
Adrián dejó escapar un leve resoplido.
—No me digas cosas extrañas.
—No son extrañas —insistió Mateo—. Solo son verdad.
Hubo un silencio largo, solo roto por el golpeteo de la lluvia y el eco de las notas. Adrián,
incapaz de mantener la mirada, bajó la cabeza. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Cada
acorde parecía un puente entre su miedo y la sensación nueva que no sabía nombrar.
De repente, un golpe seco de la tecla hizo que ambos saltaran levemente. Sus manos se
rozaron otra vez, esta vez de forma más deliberada, accidental o no. Adrián contuvo el
aliento. Mateo sonrió, apenas perceptible, y apoyó la mano sobre la de él por un instante
más largo.
—Creo… —dijo Mateo, con un hilo de voz—. Creo que estoy empezando a entender por
qué tocas así.
Adrián bajó la mirada, sin palabras. La melodía se detuvo un momento, y luego continuó,
más lenta, más temblorosa, como si los acordes mismos reconocieran la tensión que flotaba
en el aire.
Los minutos pasaron entre silencios y notas. Nadie hablaba, pero cada gesto, cada
respiración, decía más de lo que las palabras podrían haber expresado. Finalmente, la lluvia
cesó, y el estudio quedó solo con el eco de la música.
Mateo se recostó contra la pared, satisfecho.
—No tienes idea de cuánto esperaba esto —susurró.
Adrián no respondió. Solo volvió a tocar, con la sensación de que algo en su música había
cambiado para siempre.