La tarde caía rápido, tiñendo el estudio de un tono anaranjado que reflejaba la urgencia de
todo lo que había quedado sin decir. Adrián estaba frente al piano, tocando con los ojos
cerrados, intentando concentrarse, pero cada nota parecía llamar a Mateo. Como si la
música supiera lo que él aún no se atrevía a admitir.
—¡Adrián! —la voz lo sacó de su trance.
Mateo estaba en la puerta, sin timidez esta vez. Sus pasos eran firmes, decididos. Su mirada
no titubeaba.
—Tenemos que hablar.
Adrián frunció el ceño, pero no dijo nada. Sabía que Mateo no se iría hasta que lo hicieran.
—No puedo seguir así —empezó Mateo, acercándose un poco más—. Cada vez que estoy
cerca de ti, siento algo que no sé cómo controlar. Y creo que tú también lo sientes.
Adrián tragó saliva. Su corazón se aceleró como si cada palabra de Mateo fuera una nota
que lo desarmaba.
—Yo… sí. Lo siento —dijo, con voz baja, pero clara—. No puedo negarlo.
Mateo sonrió, aliviado y nervioso al mismo tiempo. Su expresión era la de alguien que
había esperado mucho para decir lo que por fin podía decir.
—Entonces no finjamos más. No tenemos que escondernos.
Sin decir más, Mateo dio un paso más y apoyó suavemente su mano sobre la de Adrián,
esta vez sin temor, sin titubeos. La chispa del contacto fue inmediata. Adrián no se apartó.
Al contrario, dejó que sus dedos se entrelazaran con los de Mateo sobre el teclado.
—Siempre he querido que alguien escuchara mi música de verdad —murmuró Adrián—. Y
creo que… tú eres esa persona.
—Yo también —respondió Mateo, con una sonrisa suave—. Desde la primera vez que te
escuché tocar.
Un silencio cálido se instaló entre ellos, lleno de significado. No necesitaban más palabras.
La melodía volvió a fluir bajo sus manos, esta vez más libre, más íntima, reflejando la
conexión que ambos acababan de admitir.
—Así que… ¿esto es… nuestro momento? —preguntó Mateo, con una mezcla de nervios y
alegría.
Adrián asintió, permitiéndose por primera vez soltar la guardia.
—Sí. Nuestro momento.
Se miraron a los ojos, conscientes de todo lo que había pasado hasta ese instante y de todo
lo que aún estaba por venir. La música seguía sonando, acompañando cada respiración,
cada gesto, cada emoción compartida.
Y por primera vez, ambos supieron que podían empezar a enfrentar sus sentimientos sin
miedo.