Querido diario:
Hoy el cielo amaneció cubierto de nubes tan densas que parecía que el sol había decidido no levantarse. Caminé entre charcos tímidos y hojas mojadas, con la música en los oídos y la mochila apretada contra el pecho como si de eso dependiera de que mi corazón no se escapará. Era lunes... mi día menos favorito en todo el mundo o mejor dicho de todo el universo.
El instituto estaba igual que siempre: paredes de color crema deslavado, murales escolares que intentan ser felices, pero ya están descoloridos por el tiempo, y ese zumbido general de estudiantes quejándose de la vida con risas escondidas. La biblioteca huele a polvo dulce un polvo que me recuerda las bellas historias que se esconden detrás de portadas bonitas y llamativas que navegan sobre muchos mundos historias felices y tristes. Y el pasillo que siempre tiene una gotera, aunque no llueva es muy raro, pero no se sabe por qué.
Entré al salón justo cuando sonaba el timbre, y tomé mi lugar de siempre: tercera fila, al fondo, al lado de la ventana. Me gusta mirar los árboles mientras los profesores hablan de cosas que no siempre quiero escuchar. Desde ahí, puedo imaginar letras de canciones mientras el mundo corre afuera esa es una de mis mayores inspiraciones a la hora de escribir.
Fue ahí...fue... cuando lo vi.
La puerta se abrió y entró Gabriel, acompañado por el profesor Vargas. Alto, delgado, una chaqueta negra con bordes raídos que le daba un aire como de película. Llevaba los audífonos colgando del cuello —grandes, de los que cubren toda la oreja— y una expresión tan impasible que parecía que llegaba a un planeta desconocido, no a una clase de historia aburrida según otros estudiantes claro.
El profesor murmuró algo sobre que venía de otra ciudad, "transferido temporalmente", y luego lo dejó libre para sentarse donde quisiera. Gabriel eligió la segunda fila, justo frente a mí. Caminaba sin apuro, como si no necesitara la aprobación de nadie.
Yo, mientras tanto, trataba de no dejar caer mi estuche de audífonos que se encontraban en mis manos en ese instante no los podía dejar de juguetear con el por qué estaba muy nerviosa ya que no siempre conoces a alguien como el en el buen sentido claro. Fracasé estos se cayeron en el piso esa es la definición de mi suerte la peor.
Él se agachó al mismo tiempo que yo. Nuestras manos rozaron el estuche, sus dedos eran fríos. No helados, no incómodos... fríos como el mármol en verano. Me miró un segundo, y lo juro, ese segundo tuvo eco en mi corazón esa mirada que no revelaba nada de lo que pensaba solo un brillo ese brillo que hacía mucho más llamativos sus ojos grises y me llamaba a seguir observándolos.
Luego se levantó y se inclinó un poco frente a mi escritorio y los puso encima de este.
—Cuida tu música —dijo. Eso fue todo. Dios esa vos. Su voz era profunda, suave, como si hablara en notas graves. Era como una melodía de esas que te atrapan en el primer instante en las que la escuchas y te insta a seguir escuchándola una y otra vez sin parar. Era muy hermoso, pero es apalabra le quedaba muy corta a él.
Luego tomo asiento frente a mí y durante la clase, no pude evitar observarlo. El aula parecía ensancharse entre él y el resto de los estudiantes. Mientras todos tomaban apuntes, él dibujaba figuras geométricas como si estuviera en un trance. Afuera en el patio de la escuela, las ramas golpeaban los cristales con el viento. Dentro, su mundo parecía inalterable y muy pacifico.
Yo escribí letras en el margen de mi cuaderno, estaba escribiendo cosas banales intentando no escribir su nombre. Fracasé otra vez lo escribí una y otra vez hasta que todo el margen de la página tenía su nombre.
Él y yo no podríamos ser más distintos. Yo sueño con escenarios, luces, gente coreando lo que siento. Él parece vivir en otro ritmo: uno sin público, sin aplausos. Uno secreto.
Y eso... me intriga. Mejor dicho, TODO en el me intriga
Querido diario:
Hoy el cielo amaneció cubierto de nubes tan densas que parecía que el sol había decidido no levantarse. Caminé entre charcos tímidos y hojas mojadas, con la música en los oídos y la mochila apretada contra el pecho como si de eso dependiera de que mi corazón no se escapará. Era lunes... mi día menos favorito en todo el mundo o mejor dicho de todo el universo.
El instituto estaba igual que siempre: paredes de color crema deslavado, murales escolares que intentan ser felices, pero ya están descoloridos por el tiempo, y ese zumbido general de estudiantes quejándose de la vida con risas escondidas. La biblioteca huele a polvo dulce un polvo que me recuerda las bellas historias que se esconden detrás de portadas bonitas y llamativas que navegan sobre muchos mundos historias felices y tristes. Y el pasillo que siempre tiene una gotera, aunque no llueva es muy raro, pero no se sabe por qué.
Entré al salón justo cuando sonaba el timbre, y tomé mi lugar de siempre: tercera fila, al fondo, al lado de la ventana. Me gusta mirar los árboles mientras los profesores hablan de cosas que no siempre quiero escuchar. Desde ahí, puedo imaginar letras de canciones mientras el mundo corre afuera esa es una de mis mayores inspiraciones a la hora de escribir.
Fue ahí...fue... cuando lo vi.
La puerta se abrió y entró Gabriel, acompañado por el profesor Vargas. Alto, delgado, una chaqueta negra con bordes raídos que le daba un aire como de película. Llevaba los audífonos colgando del cuello —grandes, de los que cubren toda la oreja— y una expresión tan impasible que parecía que llegaba a un planeta desconocido, no a una clase de historia aburrida según otros estudiantes claro.
El profesor murmuró algo sobre que venía de otra ciudad, "transferido temporalmente", y luego lo dejó libre para sentarse donde quisiera. Gabriel eligió la segunda fila, justo frente a mí. Caminaba sin apuro, como si no necesitara la aprobación de nadie.