Querido diario:
La mañana empezó igual que siempre: madre gritándome desde la cocina que el pan se va a enfriar, mis audífonos atorados entre las sábanas, y yo buscando un par de medias que hagan juego —spoiler: no lo logré. Mientras bajaba por las escaleras a medio vestir, vi por la ventana cómo la ciudad se desperezaba entre sombras largas, de esas que solo se ven en los días donde todo puede pasar... o no pasar en absoluto.
Pero algo sí pasó.
Gabriel se sentó a mi lado.
Sí, a mi lado. El chico nuevo, el de las mangas dibujadas y frases que parecen eco de pensamientos sin dueño. Justo cuando yo pensaba que la única sorpresa de mi día sería que el bus llegó a tiempo, va él y se acomoda en el pupitre vacío junto al mío como si fuera lo más normal del mundo. Mientras tanto, yo literalmente dejaba caer el bolígrafo tres veces como una principiante.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el asiento.
Creo que solo asentí. O me quedé tiesa. No lo recuerdo muy bien porque mi cerebro decidió reiniciarse. Lo único que sé es que durante toda la clase de álgebra, las letras y los números se mezclaban con el perfume de su chaqueta y con el sonido suave de su lápiz —ese lápiz que no escribía fórmulas, sino garabatos.
Mientras la profesora hablaba de polinomios, yo notaba los pequeños dibujos en la esquina de su hoja: una nube con una lágrima, una ventana abierta, una línea musical que terminaba en forma de corazón. Y también frases... cortas, potentes.
"Hay cosas que solo suenan cuando nadie escucha."
Quise preguntarle si eran suyas. Quise decirle que me gustaban. Pero me ganó el miedo de sonar tonta. Así que solo respiré más despacio y traté de no mirarlo más de lo debido. Spoiler: fracasé de nuevo.
Al final de la clase, nos tocó quedarnos para una corrección de ejercicios. Nos sentaron juntos. JUNTOS. Y aunque solo compartimos una hoja y un par de murmullos, fue como si estuviéramos escribiendo conmigo una especie de canción sin melodía. Sentí, de verdad, que estábamos en sintonía... aún si ni él ni yo lo dijimos.
En la biblioteca después, él se sentó en la mesa de siempre —la del rincón con la lámpara fundida— y yo en la mía. Pero hubo un instante, apenas un cruce de miradas, en el que ambos sonreímos como si supiéramos que estábamos en la misma página, aunque en libros diferentes.
Volví a casa caminando más despacio. Y antes de acostarme, encontré en mi cuaderno un pequeño papel que no era mío.
"Tu letra se parece a una canción que aún no existe. No la calles."
No tiene firma. Pero yo ya sé quién la dejó.
Y lo peor (o lo mejor) es que, aunque no pienso admitirlo jamás en voz alta... rara vez lo hago... esta noche escribí una canción para él.
Solo tiene dos estrofas. No tiene título. Pero tiene su nombre escondido en cada verso. Y aunque nadie la oiga... yo la canté bajito. Solo una vez. Antes de dormir.