No porque no supiera la letra. No porque me temblara la voz (aunque sí temblaba un poco). Sino porque esta vez... sabía que él podía escucharme.
Fue en el salón de música, otra vez. Entré como quien va a un lugar sagrado: sin hacer ruido, sin expectativas.
Solo quería practicar una melodía que inventé anoche. No tenía letras, solo acordes. Pero claro... yo ya sabía que era esa canción. La que nació sin un nombre solo una inspiración. La que lleva tres estrofas y una historia a medio terminar.
Y entonces canté. Muy bajito. Lo suficiente para escucharme solo yo. O eso creí.
Estaba en la última nota de la segunda estrofa cuando escuché un golpe. Pequeño. Como un libro cayendo.
Me giré. Nada. Nadie. Silencio.
Seguí cantando. Esta vez un poco más bajito. Pero una sensación me envolvía. Como si alguien conociera el ritmo antes que yo.
Minutos después, al salir, pasé por el pasillo de los casilleros. El suyo estaba abierto. Y justo encima, como abandonado, había un cuaderno. Lo reconozco porque lo he visto en clase. Tapas negras. Esquinas dobladas. No lo toqué. Pero una hoja se asomaba... con mi letra.
Mi letra. Copiada. La estrofa uno. Con su caligrafía. Y abajo, algo más.
"No cantaste para nadie. Pero yo te escuché igual."
No sé cómo se sintió eso. Un poco invasivo. Un poco mágico. Un poco... como si nuestras voces hubieran decidido encontrarse, aunque nosotros no.
Esta noche no escribí en mi cuaderno. Pero sí en mi cabeza. Otra estrofa, medio soñada. Quizá mañana la deje salir.
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