Hoy me saludaron tres personas que no me hablaban nunca. Una me dijo: —"Cantas bonito." Otra, simplemente: —"Esa letra... era tuya, ¿verdad?"
Asentí. Pero no supe qué hacer con el nudo que me dejó en la garganta.
No es que no quisiera que escucharan mi voz. Es que no sabía que tener voz... significaba también que otros podían verla.
Desde que cantamos "Notas invisibles" en el ensayo, algo se mueve distinto. No afuera. En mí.
Hoy me vi en el espejo y noté algo mínimo: me recogí el cabello distinto. No para parecer otra. Solo para ver mejor. Y cuando tomé el cuaderno, no lo abrí por la última hoja. Lo abrí por la primera. Releí todo. Las primeras estrofas temblaban. No por malas. Sino porque estaban naciendo.
Ahora siento que ya no me escondo al escribir. Y eso... me da miedo.
Pero también me emociona.
Gabriel me sonrió en clase. Una sonrisa chiquita, sin palabras. Y en educación artística, se sentó a mi lado por primera vez sin que el profesor lo dijera. Compartimos audífonos. Puso una canción instrumental. Y me pasó su cuaderno, con una página en blanco... excepto por un título:
"Para cuando quieras ponerles música a tus letras."
No hablé en todo el bloque. Pero en la última línea, con su lápiz, escribí:
"Ya tienen música. Solo faltaba darme cuenta."
Después de clases, me quedé un rato más en el aula de arte. No porque quisiera dibujar. Sino porque necesitaba quedarme. Conmigo.
Gabriel me había pasado una hoja antes de salir. Era una copia con la letra a mano de las tres primeras estrofas de "Notas invisibles". Sin tachones. Sin correcciones. Y abajo, como si fuera pie de página:
"Esto ya es real. Tu voz también."
Me temblaron un poco los dedos.
No por nervios. Por vértigo. Como si estuviera a punto de saltar. O ya lo hubiera hecho... y apenas me doy cuenta.
Volví a casa y miré mi reflejo. No para arreglarme. Solo... para entenderme. Vi a una chica con cuadernos llenos, canciones a medio nacer y una melodía que por fin dejaba de tener miedo.
Abrí el cuaderno. No para escribir. Sino para mirar la hoja en blanco y no tenerle rabia.
Y ahí, sin planearlo, empecé una nueva estrofa. No de la canción que ya conocen. Otra. Como si la historia, ahora, mereciera más de una voz.
Eso escribí. Sin borrador. Sin ensayo.
Y aunque todavía me asusta que otros me escuchen, hoy aprendí que hay algo más grande que el miedo: Saber que esta soy yo. Y que eso... también suena bonito.
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