Querido diario:
Hoy me desperté con una letra en la cabeza, pero no era una que yo hubiera escrito. Era la que me habitaba. Como si la canción que nació para alguien más... ahora me estuviera hablando a mí.
Me vestí despacio. El cuaderno iba conmigo, aunque no estaba en las manos. Lo sentía en la espalda, como si latiéramos juntas.
Gabriel me saludó igual que siempre, con ese movimiento leve de cabeza que parece no significar nada... pero que yo ya sé leer. Y él también me leyó a mí.
Porque no le pasé la hoja como un secreto. Esta vez, la dejé abierta sobre la mesa mientras tomábamos apuntes. Él no la señaló. Solo acomodó su cuaderno al lado del mío. Y cuando se me escapó una melodía sin querer, bajita, él no me pidió que repitiera nada. La siguió. Como si la conociera desde antes.
En el recreo no hablamos de la canción. Hablamos de cosas sin importancia. Del jugo raro del comedor. Del viento que arrastraba papeles en la cancha. Del sonido que hacían los árboles si te sentabas en las gradas más altas.
Pero cada silencio entre frase y frase tenía forma de estrofa.
Cuando terminó la jornada, no preguntamos nada. Caminamos juntos hacia el salón de música, como si ya lo hubiéramos decidido días antes. Él cargaba su guitarra. Yo, mi cuaderno.
El aula estaba vacía. Se sentó en el piso, cruzado de piernas, y yo me acomodé en una silla frente a él. No hablamos.
Gabriel empezó a afinar. Yo pasé los dedos sobre las líneas escritas, como si repasarlas fuera igual a respirar.
Y justo cuando íbamos a empezar, se escuchó un leve toque en la puerta.
Era la profesora Marlene.
Entró como entra la lluvia cuando no se la espera: silenciosa, pero inevitable.
—¿Puedo escucharla? —preguntó, sin moverse demasiado.
Asentí. Gabriel también. Lo demás... lo hicimos cantando.
🎶 Si alguna vez te escondiste para brillar, yo canto por nosotras... Tu voz se quedó en mí como semilla, y ahora florece en otra garganta. 🎶
La profesora no aplaudió. Pero sus ojos sí. Se acercó, sin prisa, y dijo solo esto:
—Lo invisible acaba de tener nombre.
Se quedó unos segundos más. Luego se fue, dejándonos con un silencio distinto.
Gabriel se quedó mirando su guitarra. Yo tenía las manos sobre el cuaderno cerrado.
—¿Y ahora qué? —preguntó él.
Lo pensé un segundo. No por miedo. Por precisión.
—Ahora la compartimos —dije.
Y me reí.
No fuerte. Pero con esa risa que sale del pecho sin permiso. Porque esta vez fui yo quien lo dijo. No él. No la profesora. No nadie.
Yo lo dije. Porque yo lo sentí.
Porque ya no tengo que esperar a que me lean entre líneas.
Porque esta vez... soy yo quien canta.