Querido diario:
Hoy mamá me contó una historia que no está en ningún libro. Una historia que vivió con los ojos cerrados... y que yo nunca había escuchado con los míos abiertos.
Todo empezó mientras preparábamos almuerzo. Ella picaba cebolla y yo revolvía arroz, aunque no hacíamos nada rápido. Era como si el tiempo también quisiera quedarse a escuchar.
—¿Querés saber algo sobre tu papá que nunca te conté? —dijo, sin mirarme.
—Siempre —le respondí, y dejé la cuchara en el borde de la olla.
Suspiró. No como quien guarda dolor, sino como quien está por liberar algo que pesa bonito.
—Cuando lo conocí... él ya era música. No tenía discos ni escenarios, pero tenía ese brillo en los dedos. Tocaba donde podía: cafés, ferias, plazas. A veces por monedas, a veces solo por escuchar su propio eco.
Me senté frente a ella, en silencio. Ella siguió, como quien se va acordando mientras habla:
—Me cantó una canción la segunda vez que salimos. No fue romántica. Era sobre una señora que coleccionaba relojes rotos porque decía que el tiempo solo servía cuando se rompía.
Reí. No por la letra. Por imaginarlo. Por verlo joven. Despeinado. Vivo.
—Escribía en los márgenes de los folletos del súper —agregó—. Y tenía una manía: cada vez que terminaba una canción nueva, anotaba en la última línea: "Para cuando Sofía sepa leer música".
Me quedé quieta.
Sentí que ese nombre —mi nombre— había vivido en él mucho antes de que yo pudiera pronunciarlo.
—¿Y vos también tocabas algo? —pregunté, con la voz bajita.
Sonrió de lado.
—Nada. Yo era su público. Pero también su silencio favorito. Me decía que cuando yo lo miraba, podía componer sin miedo.
Pasó un segundo. O varios. Y luego dijo:
—Él no solo fue compositor, Sofía. Fue un soñador disciplinado. De esos que no esperan el momento perfecto. Los que escriben con lo que haya: en servilletas, en bordes de hojas viejas, en el aire si hace falta.
Se levantó, fue hasta su habitación, y volvió con una carpeta envejecida por el tiempo.
La abrió.
Dentro había papeles amarillentos, con pentagramas y letras en lápiz. Algunas tachadas, otras incompletas. Pero todas firmadas con la misma rúbrica pequeña: una S y una L entrelazadas.
—Quiero que los tengas vos —dijo—. No para que los completes. Para que los sigas.
Yo solo pude asentir. Con la garganta anudada y el corazón repicando como tambor bajito.
Esa noche escribí una nueva canción. No la forcé. No la planeé.
Solo me senté, tomé una hoja de esa carpeta, y empecé desde una línea olvidada por él:
"Y si alguna vez te acordás de mí, que sea con un acorde..."
Desde ahí brotó lo demás.
Y supe, al terminarla, que no estaba sola.
Hay canciones que no se pierden. Se transforman. Se siembran en la voz de alguien más.
Y ahora... me toca a mí cantarlas.