Querido diario:
Hoy me vestí como si fuera a ver al jurado de mi propia historia. No porque la competencia empiece hoy. Sino porque hoy... entregamos la canción.
Y sí, es solo un sobre. Y sí, es solo una hoja con palabras y un archivo en USB. Pero por dentro, también van mis dudas, mis latidos... y la risa que se me escapó cuando casi me pongo los zapatos al revés de los nervios.
La mañana empezó con todo en cámara lenta.
Me levanté antes de que suene el despertador. Me lavé la cara tres veces. Probé cuatro peinados. Terminé con el primero. Revisé la mochila siete veces para asegurarme que el sobre sí estaba allí. (Spoiler: sí estaba. Y no necesitaba contar hasta siete. Pero lo hice igual.)
Me puse una blusa blanca con puntitos bordados, mi falda de jean favorita y medias altas hasta la rodilla que me hacían sentir tipo "romántica pero decidida". El pelo: trenza lateral con mechón rebelde que se negó a cooperar, así que lo dejé ahí, como símbolo de autenticidad.
Mamá me dio el desayuno con una sonrisa silenciosa. Me miró como quien ve a alguien a punto de lanzarse en paracaídas... sin paracaídas.
—¿Estás bien? —preguntó con voz suave.
—Sí. Solo estoy hiperventilando por dentro —respondí, mientras bebía jugo como si fuera una poción mágica antinervios.
A las siete y veinte, Gabriel ya me esperaba afuera. Estaba... diferente.
Jean oscuros, camiseta azul marino ajustada y una chaqueta que no le había visto antes. Pero no era la ropa. Era la forma en que sostenía el sobre. Como si temiera que saliera corriendo solo.
—¿Dormiste? —le pregunté.
—Definí "dormir" —dijo él.
Reímos. Esa risa de "no puedo creer que vamos a hacer esto".
—¿Estás listo?
—No. Pero vine igual. Eso cuenta como valentía, ¿no?
Y sí. Contaba.
El colegio parecía el mismo, pero no lo era.
Cada alumno que pasaba, cada timbre, cada pasillo... parecía amplificar nuestro paso.
Caminamos hacia el aula de música como si fuéramos a confesarle algo al universo.
Al llegar, el profesor Gaitán estaba frente al piano, tecleando una melodía que parecía improvisada pero cargada de intención.
—Buenos días —dijo sin mirarnos—. ¿Lo trajeron?
Yo asentí, pero la boca no me ayudaba. Sentía que iba a hablar en balbuceo.
Gabriel sacó el sobre. Lo puso sobre el escritorio. Y fue como si el cuarto se encogiera. Todo más chico. Menos aire. Más corazón.
Gaitán lo tomó como si fuera un manuscrito antiguo. Lo abrió. Revisó. Sonrió.
—¿Quieren decirme algo antes?
Nos miramos.
Y Gabriel, con una voz que le salió más baja que de costumbre, dijo:
—Sí. Que... sea lo que sea que pase... esta canción ya cambió cosas que no esperábamos.
Y yo agregué:
—Que... bueno. Nunca pensé que tener la voz temblorosa fuera algo bueno. Pero si sirve para contar lo que siento... entonces que tiemble todo lo que tenga que temblar.
El profesor nos observó largo rato.
—No sé si esta canción va a ganar —dijo—. Pero sé que no va a pasar desapercibida. Y en la música... eso es más raro que cualquier premio.
Salimos de ahí sin sobre. Pero más livianos. Como si el corazón ahora flotara al lado, preguntando si ya puede volver a latir normal.
Nos sentamos en el patio, bajo el jacarandá que siempre suelta pétalos como si fueran signos de puntuación entre pensamientos.
—¿Querés saber algo? —me dijo Gabriel, mirando al cielo.
—Siempre.
—Cuando empezamos esta canción... tenía miedo de que no estuviera a la altura.
—¿De la competencia?
—No. De vos.
Me quedé en silencio.
No porque no supiera qué decir... sino porque todo dentro de mí gritaba que yo también sentí eso.
Pero no lo dije.
Solo apoyé mi cabeza en su hombro.
Y entre el murmullo del recreo, el crujido de las hojas secas y los ecos de una canción que ya no nos pertenecía... me prometí una cosa:
La próxima vez que algo me tiemble por dentro... no voy a callarlo.
Lo voy a cantar.