Querido diario:
Desde que abrí los ojos esta mañana, supe que hoy tenía otro sonido.
No era el timbre del despertador, ni el ladrido insistente del perro del vecino. Era una vibración interna. Como si algo supiera —antes que yo— que esta jornada no iba a ser normal.
Hoy... anuncian a los seleccionados.
Me vestí como quien se viste sin pensar. Lo primero que agarré fue una camiseta blanca, suelta, con una palabra pequeña bordada en el pecho: inquieta. Irónico. Pero cierto.
Jeans. Zapatillas viejas. Pelo recogido, pero mal. Un par de mechones rebeldes huyeron del moño a los cinco minutos. No me importó.
En el bolsillo del pantalón, llevé el USB. No porque hiciera falta. Sino porque algo dentro de mí quería seguir sosteniendo físicamente esa canción. Como si pudiera protegerla con las manos.
Llegué al colegio a las 7:32.
Había un murmullo en el aire, como si todos hablaran bajito esperando que algo sucediera. En los pasillos, las conversaciones sonaban distintas:
—¿Ya lo pusieron en la cartelera? —Dicen que el profe lo va a anunciar en persona. —¿Y si ni siquiera eligieron a nadie?
Busqué a Gabriel con la mirada. Lo vi apoyado contra una columna del patio cubierto, con la guitarra colgada a la espalda y la cara medio enterrada en la bufanda.
Nos miramos.
No dijimos nada. Solo asentimos con la cabeza. Como si eso fuera suficiente.
Y lo era.
La mañana pasó en cámara lenta. Matemáticas fue un eco. Literatura, un ruido de fondo. En recreo, apenas probé bocado.
—¿Querés un poco de jugo? —me ofreció Gabriel, extendiéndome una botella de plástico que ya no tenía etiqueta.
—¿Qué tiene?
—Esperanza con un poco de naranja.
Reí. De los nervios. O por él. O por ambas cosas.
A las 10:45 sonó el timbre. No para cambiar de clase. Para el anuncio.
El profesor Gaitán pidió que todo el curso se reuniera en el aula de música. Dijo que quería "honrar el momento". Yo solo quería que pasara ya.
Fuimos entrando en silencio. Alguien tropezó con la silla de tambor. Una hoja voló desde el atril. Yo sentía que el aire no estaba funcionando como debía.
Gaitán estaba de pie frente a la pizarra. Tenía una hoja en la mano. La doblaba y desdoblaba, como si lo ayudara a calmar algo que también lo habitaba.
—Gracias por venir, chicos. Sé que ha sido una semana intensa. Solo quiero decir antes que nada... que leer sus canciones fue un privilegio.
Silencio.
Yo temblaba. Pero no se notaba. Porque estaba aprendiendo a temblar por dentro.
—Recibimos ocho propuestas. Todas distintas. Todas válidas. Pero solo podíamos enviar dos.
Respiré hondo. Me aferré al banco. Vi a Gabriel cerrar los ojos, un segundo. Como si ya supiera lo que iba a pasar.
—La primera canción seleccionada es...
Silencio absoluto. Alguien tosió. Una puerta se cerró al fondo.
—..."Lo que me tiembla", de Sofía y Gabriel.
No entendí nada.
Mi nombre flotó. Rebotó en la pared. Y en lugar de caer... se quedó suspendido ahí.
Alrededor, hubo un murmullo, un aplauso tímido, una mezcla entre sorpresa y comprensión.
Miré a Gabriel. Tenía la boca apenas abierta. Los ojos rojos.
—¿Escuchaste eso? —susurré.
—Creo que... sí. Pero no estoy seguro si es real.
Nos aplaudieron un poco más fuerte. Gaitán sonrió. El resto quedó en eco.
Porque en mi pecho, solo se escuchaba una frase:
"Dijeron nuestro nombre. Dijeron nuestra canción."
Después del anuncio, nos pidieron que firmáramos un formulario de consentimiento. Lo hice temblando. Como si firmar eso fuera declararme culpable de algo que por fin quería hacer.
—¿Querés tocarla en el acto? —preguntó el profesor, cuando ya habíamos firmado.
—No sé si puedo —dije. —No sé si quiero —dijo Gabriel, al mismo tiempo.
Y luego, los dos:
—Pero lo vamos a hacer.
Y lo haremos.
Porque si algo aprendí hoy, es que a veces el miedo no se va. Solo se sienta al lado y te mira mientras haces lo que igual vas a hacer.
Y eso, querido diario... también es crecer.