Querido diario:
Hoy fue el acto.
El momento. Ese para el que ensayamos, escribimos, reescribimos y temblamos sin necesidad de temblorina. Hoy todo iba a sonar como debía. O eso creíamos.
Spoiler: la vida decidió que no.
Desde que me desperté sentí el aire raro.
No por el clima. Por el silencio.
Ese silencio que pesa más que los ruidos. Como si todo estuviera respirando bajito, esperando no romper la tensión.
Me vestí lento. Leggins negros, camisa blanca con botones de madera y una chaqueta que olía a nervios viejos. Me hice un moño alto, pero se me cayó dos veces. Lo dejé así. Medio firme, medio libre. Como yo.
Gabriel me mandó un mensaje a las 6:48:
> "Respiré tres veces y aún tengo taquicardia. Nos vemos en media hora."
Le respondí:
> "Yo ni respiré. Tal vez explote. Pero con estilo."
Llegamos al colegio a las 7:20. La entrada principal estaba decorada con carteles de colores, fotos de eventos anteriores y un telón de fondo improvisado hecho con tela azul y estrellas doradas.
Había un murmullo generalizado. Docentes pasando con carpetas, estudiantes maquillándose entre risas, cables en el piso, alguien afinando una flauta detrás del baño.
Y nosotros, en el medio. Con nuestra canción guardada en la memoria y en el pecho.
Nos tocaba justo antes del cierre.
—Eso es bueno —dijo Gabriel—. Si lo hacemos mal, el público se acordará del cierre.
—¿Y si lo hacemos bien?
—Entonces nos vamos como leyendas.
Reí. Porque no podía llorar.
A las 8:15 nos llamaron a la sala de espera detrás del escenario. Un cuartito pequeño, con cortinas viejas, sillas plásticas apiladas y olor a cables recién conectados.
Ahí estábamos: sentados en el piso, compartiendo un termo con té de manzanilla que el profe Gaitán nos trajo "porque las leyendas también tienen ansiedad".
A las 8:40, dos números antes que el nuestro... algo pasó.
Un chasquido. Un sonido sordo. Una exhalación general.
Y luego: oscuridad. No total, pero lo suficiente para que la consola se apague, el proyector deje de iluminar, y el micrófono solo sirva como adorno.
—¿Qué fue eso? —preguntó Gabriel, levantándose.
—Se fue la luz —dijo alguien. —No puede ser. —Lo es. —¿Y ahora?
Silencio.
Cinco minutos después, el profesor entró al cuartito. Con la cara tensa, pero esa chispa en los ojos que da miedo de lo valiente.
—Chicos. No hay luz. —¿Qué? —El generador falló. Técnicos dicen que puede tardar. —¿Y el acto? —Sigue.
—¿Cómo? —pregunté.
Gaitán se agachó frente a nosotros. Nos miró como si fuéramos mucho más grandes que un número artístico.
—Ustedes no necesitan electricidad. Ustedes tienen voz. Y verdad. Canten a capella.
Lo miré.
—¿Sin guitarra? —Sin guitarra. —¿Sin micrófono? —Sin excusas.
Minutos después, la profesora a cargo del sonido apareció con una caja llena de pequeñas lámparas de lectura. De esas que se prenden con clip.
Y lo que pasó después no lo hubiera inventado ni yo.
Uno a uno, los estudiantes del público —sin que nadie lo pidiera— empezaron a sacar sus celulares. Y a prender las linternas.
El gimnasio quedó iluminado por puntos de luz en manos temblorosas. Como un cielo artificial en medio del nervio.
Gaitán nos guió hasta el escenario.
—Si alguna vez tenían que cantar con el corazón... es ahora.
Subimos. Los pasos resonaban como eco.
Gabriel y yo nos pusimos de pie al frente. El telón semiabierto. Las luces —todas— humanas.
Me miró.
—¿Lista?
—No. —¿Vamos igual?
Asentí.
Respiramos.
Y empecé.
Mi voz salió seca al principio. Pero luego... tembló. Y ese temblor fue lo que la volvió nuestra.
Gabriel me acompañó con palmas suaves en los muslos. El ritmo nació de su cuerpo. Y el mío se afinó al suyo.
Cantamos sin guía. Sin pista.
Y cada palabra se volvió una cuerda invisible que nos sostenía.
🎵 No necesito que me escuches si no vas a quedarte, solo que mi voz rebote en vos... aunque sea una vez. 🎵
La gente no aplaudió al principio.
Porque estaban escuchando. Y no querían romperlo.
Hasta que el último verso cayó como gota en agua quieta.
Y entonces sí: Una ola de aplausos. Linternas agitadas. Alguien gritó "¡Esooo, Sofi!" Y creo que era Celeste.
Me reí. Gabriel me tomó la mano. Y por primera vez, no temblaba. O sí. Pero ya no me daba vergüenza.
Cuando bajamos, Gaitán nos abrazó como si no fuera profesor. Como si fuera alguien que también soñó con esto.
—No solo cantaron —dijo—. Iluminaron.
Hoy entendí algo.
La luz se puede ir. El micrófono puede fallar. Todo puede salir al revés.
Pero si tenés una canción verdadera... El mundo igual te va a escuchar. Porque el alma no necesita enchufes.