Querido diario:
No dormí. O al menos no como se supone que una duerme. Cerré los ojos, sí. Pero la cabeza seguía tocando la canción en bucle.
Una y otra vez, ese verso: "...aunque sea una vez"
Lo curioso es que anoche sí fue más de una vez.
Porque algo pasó después de bajar del escenario. Algo que no vimos venir.
Mamá estaba en la primera fila del acto. Celeste también. Y Naty. Y hasta Esteban, que siempre hace chistes crueles, pero se le quebró la voz al aplaudir. Todos tenían sus celulares arriba. Algunos grababan. Otros solo sostenían la luz.
Y hoy... las luces están en todos lados.
Me desperté con 23 notificaciones. En Instagram, en WhatsApp, en TikTok. Ni siquiera sabía que mi cuenta de TikTok seguía activa.
Uno de los videos del acto, con nuestra canción a capella, ya tenía más de 900 reproducciones. Otra cuenta lo subió con el título: 🎤 "Cuando se va la luz, pero la verdad queda" Y los comentarios:
—"Esto fue real." —"¿Dónde consigo el mp3?" —"Lloré a las 8 a. m., gracias." —"No los conozco, pero siento que sí." —"Ella canta lo que yo no sé decir."
Me costó procesarlo.
Gabriel me escribió a las 7:42:
> "Creo que nos volvimos virales por cantar en penumbras."
Le respondí:
> "Me tiembla todo, pero en buen sentido."
En el colegio, desde que entré sentí el cambio. Algunas miradas eran tímidas, otras directas. Pero ya no pasábamos desapercibidos.
—¿Fueron ustedes los de la canción? —¿Cómo se llama? —¿Puedo escucharla de nuevo?
En los pasillos, los profes sonreían más largo. Los compañeros, incluso los que no eran cercanos, dejaban mensajes en los casilleros:
—"Gracias por cantar eso." —"Mi hermana lloró con tu coro." —"No paré de tararearla."
La canción se había escapado del cuaderno. Ya no era nuestra.
Y eso... da vértigo. Y orgullo. Y miedo lindo.
La sorpresa llegó a las 11:13. Estábamos en clase de Ciencias cuando llegó Gaitán.
Traía el celular en la mano y el rostro... ¿luminoso?
Se acercó a nuestras bancas. Agachó un poco la voz.
—Necesito hablar con ustedes en privado —dijo.
Nos miramos. Esa frase nunca se siente tranquila.
Salimos al pasillo.
—No se asusten —empezó—. No es nada malo.
—¿Qué pasa? —preguntó Gabriel, tratando de no sonar nervioso.
—Me escribió una representante de una discográfica pequeña de la ciudad. Vieron el video del acto. Les interesa hablar con ustedes. Una reunión. Para conocerse. Y ver si hay posibilidad de grabar profesionalmente.
...
Silencio.
Gabriel parpadeó tres veces. Yo solo atiné a decir:
—¿Qué?
—Tienen una semana para decidir —dijo Gaitán—. No es un contrato ni una promesa. Pero sí una puerta. Y creo que merecen asomarse.
Nos quedamos ahí, parados, con los cuerpos quietos y el alma haciendo acrobacias adentro.
—¿Podemos pensar? —pregunté.
—Por supuesto. Pero mientras piensan... recuerden que esto no se les regaló. Se lo ganaron. Verso por verso. Pulso por pulso.
Volvimos a clase en silencio.
Nadie nos preguntó qué pasó.
Pero todos lo sabían. O lo sospechaban.
Y en medio del murmullo general, entre fórmulas químicas y el profesor escribiendo en el pizarrón, nuestras miradas se cruzaron.
Yo, con la cabeza llena de "¿y si...?" Gabriel, con media sonrisa torcida.
Entonces me escribió en una hoja:
> "Seguimos cantando, ¿no?"
Yo respondí:
> "Sí. Aunque se apague el mundo."
Después de aquella clase en que todo se sentía surreal... nos escapamos.
Literalmente. Gabriel me miró, como quien ya no quiere hablar entre pizarras, y dijo:
—¿Vamos a un lugar donde no haya ecos de profes mirando con cara de "yo siempre creí en ustedes"?
Reí. Asentí. Caminamos diez cuadras hasta esa cafetería escondida en la esquina de las calles Azucena y La Paz. La que siempre huele a pan recién horneado y tiene nombres de postres escritos con tiza en una pizarra azul.
Nos sentamos junto a la ventana. El vidrio estaba empañado, y el reflejo temblaba con el vapor de las tazas.
—No sé si estoy lista —dije, mirando la carta sin leer.
—¿Para qué?
—Para dejar que esto crezca más.
Gabriel apoyó los codos en la mesa, se quedó un segundo en silencio y luego soltó:
—Yo tampoco. Pero también tengo miedo de dejarlo morir antes de que nazca bien.
Eso me desarmó un poco.
—¿Y si la industria nos cambia? ¿Y si nos piden ser algo que no somos?
—¿Y si nos piden exactamente lo que somos y no lo intentamos?
Silencio. Una cucharita chocó con una taza en la mesa vecina. Afuera, una bicicleta pasó rápido, dejando una estela de hojas.
—No estoy diciendo que firmemos nada —agregó él—. Solo que hablemos. Que escuchemos. No todo lo que se hace grande pierde el alma.
Y entonces, sucedió.
Una mujer de unos treinta y tantos, delgada, con lentes redondos y delantal de lino oscuro, se nos acercó. Tenía una libreta en la mano, pero no traía la cuenta. Tampoco la mirada apurada de las meseras.
—Perdón que los interrumpa —dijo, con una sonrisa amable—. Pero... ¿ustedes son los chicos de la canción del acto del colegio, verdad?
Nos miramos. —¿Sí...? —respondimos al mismo tiempo, como si confesáramos un delito bonito.
Ella sonrió más.
—La escuché. Estaba en el fondo del salón. Vine a ver a mi sobrina. Me quedé con la piel erizada. No soy de andar hablando con desconocidos, pero... bueno. Solo quería decirles que tienen algo que no se enseña.
Me quedé sin palabras.
—Gracias —susurró Gabriel, de esos que salen con el alma más que con la boca.
—Ah, y si algún día cantan en un escenario grande... por favor, anúncienlo. Porque quiero estar ahí. En primera fila si puedo.
—¿Trabajás acá? —le pregunté.
—Soy la dueña —respondió, sonriendo—. Esta cafetería se llama "El Susurro", en honor a una canción que mi papá me cantaba de chica.