Querido diario:
Hoy no hubo acordes. Ni escenario. Ni cámaras.
Pero hubo una conversación que también nos dejó el alma en el borde.
Porque si vamos a dar el siguiente paso... yo quería que mamá lo supiera de mi voz y de la de Gabriel. No por formalidad. Por respeto. Y por amor.
La invitamos a tomar merienda en el living. Pero no así nomás.
Hicimos esfuerzo.
Yo horneé galletitas (que salieron con forma de "no sé si me van a decir que sí, pero al menos están crocantes"). Gabriel trajo pan dulce del de verdad, con frutas que no dan miedo. Servimos té de frutos rojos en las tazas lindas. Y hasta puse una vela aromática como si eso pudiera maquillar el temblor interno.
Mamá bajó con su suéter de algodón gris, el que usa cuando hace frío afuera pero está tibia por dentro. Nos miró a los dos, sentados uno frente al otro en la mesita, y dijo:
—¿Me tengo que preocupar por esta puesta en escena?
Gabriel rió. Yo también. Pero nos miramos como si dijéramos "sí, un poquito".
—Queríamos contarte algo —empecé, tragando saliva como si fuera granos de arroz crudo.
—¿Es grave? —preguntó con calma.
—Es lindo. Pero... nos da vértigo —dijo Gabriel.
Mamá se sentó. No con dramatismo. Con esa forma suya de saber que lo importante no siempre grita.
—¿Es sobre la canción?
Asentí.
Le contamos todo. Desde el video viral, la llamada del profesor, el mensaje de la representante, y la posibilidad de tener una reunión real con una discográfica.
No interrumpió.
Solo escuchó. Como si supiera que la canción también hablaba a través nuestro.
Cuando terminamos, hubo silencio. Ella miró la taza, la giró entre las manos, y luego nos miró.
—Bueno... eso es... mucho.
—Sí —dije yo—. Y por eso estamos acá. Queríamos saber qué pensás.
Mamá suspiró largo. Uno de esos suspiros que no son frustración, ni agotamiento. Son... "déjenme procesar esto sin hacer lío".
—Primero —dijo—: estoy orgullosa. Más de lo que muestran mis cejas, perdón.
Reímos. Porque sí, sus cejas a veces no colaboran con la emoción.
—Segundo: los respeto. No solo por lo que lograron. Por cómo lo están llevando. Por venir a decirlo así, con cuidado, con galletitas temblorosas y velas de frambuesa.
Gabriel carraspeó, en ese tono de "a mí también me tiembla algo, pero sigo".
—Es que no queremos hacer algo que después nos haga sentir que perdimos lo que somos —dijo él.
Mamá lo miró fijo.
—¿Ustedes creen que lo que son puede perderse tan fácil?
Silencio.
—A veces sí —dije—. Cuando uno está empezando... cualquier viento lo puede doblar.
Ella se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en la mesa.
—Entonces miren para dónde sopla. Y si no quieren ir ahí, no vayan. Pero si la canción sigue hablándoles fuerte, aunque estén asustados... entonces no es el viento lo que los mueve. Es el deseo.
Nos quedamos ahí. Mirándonos todos. Yo con los ojos medio llenos. Gabriel respirando como si hubiera terminado una maratón emocional.
Mamá se levantó.
Fue hasta un cajón. Sacó algo.
Un CD viejo.
—Esto me lo dio tu papá —me dijo, extendiéndolo—. Nunca lo grabó para venderlo. Lo grabó para sí mismo. Me lo dio con esta frase: 'Para cuando Sofía necesite saber que no todo lo que se graba tiene que ser perfecto.'
Gabriel tragó saliva. Yo abrí los ojos como si acabara de ver una estrella que no sabía que existía.
—¿Querés escucharlo? —preguntó.
—Ahora no —dije, sonriendo—. Pero lo voy a llevar. Me va a hacer falta.
Cuando salimos de casa, ya era de noche.
El cielo estaba despejado. Y, sin embargo, me sentí cubierta.
Caminamos lento. Gabriel metió las manos en los bolsillos.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Ahora... vamos a la reunión. Sin certezas, pero con brújula.
—¿Y si nos piden algo que no somos?
—Entonces les mostramos lo que sí somos. Y si no lo quieren, seguimos andando.
Se detuvo. Me miró con esa sonrisa suya que no siempre aparece, pero cuando lo hace, no necesita decoración.
—Sofí...
—¿Sí?
—Estoy listo para temblar con vos.
Y yo, por primera vez, supe que crecer da miedo... Pero también se siente como estar viva de verdad.