Querido diario:
Hoy es martes. Pero no parece martes.
Tiene olor a inicio. A algo que se abre como las puertas que dan miedo, pero no por oscuras... sino por grandes.
Hoy grabamos por primera vez.
Bueno, hoy grabamos una prueba. Pero vamos. Ya estar ahí, ya poner los pies en ese estudio... es grabar la intención.
Todo empezó anoche, en casa. Después de cenar arroz con leche y lavar los platos cantando en voz baja como si practicara sin querer, mamá me llamó al sillón.
Yo ya sabía qué venía.
El contrato.
Ella lo había leído con ojos de lupa desde el domingo. Subrayó términos, anotó dudas y hasta investigó a la empresa (sí, hizo una búsqueda entera de Tania y descubrió que en el 2012 tenía un dúo de covers de Shakira que "no está mal, pero tampoco está bien").
Nos sentamos las dos con el documento extendido sobre la mesa baja del living. Mamá tenía una libreta con preguntas. Yo tenía un bolígrafo mordiéndome la tapa.
—Bueno —dijo—. Acá va.
Pasamos por cláusulas, fechas, porcentajes, y la palabra "exclusividad" que apareció como diez veces. Y al final, después de sus preguntas y mis explicaciones, me miró... y dijo:
—Yo no quiero frenarte, Sofí. Al contrario. Te crié para que, cuando algo te llame con fuerza, puedas responder con claridad. Y esto... esto te está llamando.
Silencio.
—¿Entonces...?
—Entonces firmás. Pero con los ojos bien abiertos. Y la espalda bien recta. Y si algo no suena bien... cambiá el compás.
La abracé. Fuerte. Como se abraza a quien no compone canciones, pero sí te da la voz.
A la mañana siguiente, la escuela tenía cara de "hoy no va a importar nada después de las 10:15 a. m."
Gabriel me esperaba en el banco largo del pasillo. Traía la guitarra (porque dice que no la puede dejar sola, "le da frío"), y un termo lleno de lo que él llama mate con autoestima.
—¿Dormiste? —pregunté.
—Soñé que grabábamos en una cabaña flotante y que el micrófono era un cactus. ¿Eso cuenta?
—Sí. Claramente estás procesando bien los eventos.
A las 8:37 recibimos el correo.
Asunto: "¿Listos para brillar?" Remitente: Tania Sonaluz ✨🎶
> Chicos, hoy hay espacio libre en el estudio para hacer una grabación de prueba. ¿Se animan a venir a las 11:30? Nada formal, solo conocer el lugar, probar sonido y ver cómo se sienten. Si pueden, confirmen. Y traigan su magia. El café va de nuestra parte.
Respondimos con un "¡Sí!" que probablemente perforó las ondas del Wifi.
Salimos del colegio antes del recreo. Con autorización, claro. Y con una sensación extraña en el pecho: parecía libertad con GPS.
El estudio de Sonaluz quedaba al fondo de un edificio más discreto que la oficina principal. La puerta era de madera maciza, con una placa que decía: Sala A: "La raíz"
Y apenas entramos... todo tenía ese olor inconfundible de los lugares donde pasan cosas importantes.
A madera, cables y un poquito de historia.
Las paredes estaban cubiertas de paneles de espuma acústica color gris oscuro. Había una consola gigante con tantas perillas que Gabriel susurró "esto debe controlar el clima de Marte".
Nos recibió Martu, la técnica de sonido. Veinte y algo, pelo lila recogido en dos mini chongos, zapatillas fluorescentes y un parche en la chaqueta que decía: "La mezcla también es arte"
—¿Ustedes son "los chicos del acto glorioso en penumbras"? —preguntó. —Exacto —respondió Gabriel—. Pero hoy venimos con luz y menos dramatismo.
—Ah, lástima. Me habían dicho que traían neblina emocional.
Nos reímos los tres. Y así, todo empezó a fluir como si ya hubiéramos estado ahí mil veces.
Martu nos mostró el espacio: – Una cabina con dos micrófonos de diafragma amplio ("suenan tan bien que podrías leer la lista del súper y emocionar a un cactus"). – Una sala donde ella manejaba la consola ("acá es donde me siento DJ de la vida de otros"). – Y un rincón con sillones bajos, luces cálidas y una pizarra magnética que decía: "Lo perfecto no existe. Lo honesto, sí."
Nos tomamos unos minutos para respirar, acomodar el cuaderno, templar la guitarra y comer una galletita que ofreció Martu (que, no lo niego, parecía hecha con cariño y bicarbonato).
Y grabamos.
No entero. No perfecto. Pero real.
Grabamos un primer verso. Después el coro. Repetimos. Nos equivocamos. Reímos. Afinamos.
Martu dio indicaciones con calma.
—Gabriel, bajá un poco el volumen en el verso. Parece que le estás gritando amor a una licuadora.
—Sofí, esa "s" al final de "estás" suena como serpiente con altavoces. Proba susurrarla.
Reímos. Mucho. Y entre risa y risa... la canción fue saliendo.
Y lo más lindo: por primera vez, se escuchaba igual que como la imaginábamos.
Cuando salimos, eran casi las dos de la tarde. El sol estaba alto. El estómago vacío. Pero el alma... llena.
Gabriel me miró, apoyado en la baranda del pasillo.
—¿Esto fue real?
—Yo creo que sí. Porque tengo galleta en la muela y emoción en los dedos.
Y así terminó el martes. Con la canción más cerca. Y el miedo más lejos.