Querido diario:
No sé cómo se escribe esto sin usar palabras como "histórico", "me tiemblan los tobillos" o "hoy la realidad tenía olor a final de etapa".
Porque sí: hoy fue el último ensayo oficial antes de que las cámaras se prendan. Después de esto, ya no hay más pruebas. Solo tomas.
Pero no quiero ponerme solemne tan pronto. Primero, tengo que contarte todo lo que pasó... porque fue mucho más que un ensayo. Fue una coreografía entre lo que somos y lo que soñamos ser.
8:47 a. m. – la llegada
Llegué con una bolsa de tela mal cerrada, un jugo que se volcó dentro de la mochila, y la cabeza llena de pequeñas oraciones del tipo "hoy sí, hoy sí, hoy no me olvido el giro, por favor hoy sí".
Gabriel ya estaba adentro, sentado en el piso con los ojos cerrados, como si estuviera en una meditación mística con el universo del pop.
—¿Te estás conectando con tu musa? —le dije, dejando mis cosas como quien llega a un campamento con nervios.
—No. Estoy haciendo una lista mental de las veces que casi me caí durante este ensayo. Por si lo tengo que declarar fiscalmente.
Reímos. Poquito. La tensión estaba. Como esa electricidad previa a las tormentas que no hacen ruido pero cargan el aire.
9:10 a. m. – la primera pasada
Clara y Valentín llegaron con sus termos de té mágico, auriculares colgando, y esa energía de "hoy nadie se va hasta que esto brille".
Nos dieron un abrazo a cada uno. No palabras. Abrazo. Y eso fue más poderoso que cualquier discurso motivacional.
Empezamos.
Música. Paso, cruce, mirada. Giro, pausa, avance.
¡Bum!
Gabriel pateó sin querer la botella de agua que estaba al costado del parlante.
—¡Eso fue parte del diseño escénico! —dijo, medio asustado, medio risueño—. Simboliza la fluidez emocional en tiempos de presión social.
Todos rieron.
Y Clara: —Bueno, que el simbolismo no cause una fractura, por favor.
Volvimos a comenzar.
9:48 a. m. – el bache emocional
Estábamos repasando la parte final, esa donde terminamos de espaldas y giramos a cámara justo cuando la música baja de golpe.
Yo tropecé. No fuerte. Pero lo suficiente como para romper el ritmo. Y lo peor no fue eso... sino el peso del error.
Paré. Me quedé inmóvil. Y ahí vino el temido arrugue de nariz.
(Esa arruguita que me sale sin que yo quiera cuando me siento incómoda o me invade la ansiedad. Como si mi nariz también necesitara reaccionar por mí.)
—¿Todo bien? —preguntó Valentín.
—Sí. Solo que... no quiero que esto quede mediocre. No después de todo. No después de lo que costó llegar acá.
Silencio corto.
Gabriel se acercó.
—Si esto fuera mediocre... vos no estarías arrugando la nariz así.
Lo miré, confundida.
—Arrugás la nariz cuando algo te importa mucho. Y eso significa que ya estás poniendo el corazón. La coreografía solo es la excusa para mostrarlo.
Y sin decir más, me sonrió.
Ese tipo de sonrisa que no pretende arreglarte el día. Solo acompañarlo.
10:35 a. m. – momento inesperado de risa real
Mientras practicábamos el paso lateral con palma doble (el que siempre parece más simple de lo que es), la música se detuvo de golpe.
—¿Qué pasó? —preguntó Clara.
Martu asomó desde la consola:
—Yo no fui. Creo que... se cortó la conexión. O el bluetooth se rebeló.
Gabriel levantó las cejas.
—Se hartó de nosotros. Se fue a conectar con una canción que sí termina en tiempo.
Mientras intentábamos reconectar, Valentín propuso:
—¡Improvisación libre! ¡Sin música! ¡Con cara intensa y pasos incoherentes pero coreografiados emocionalmente!
Yo empecé a moverse de forma grandilocuente, tipo película muda. Gabriel me siguió con un paso de pingüino jazz. Clara aplaudía como si fuera ópera.
Y entonces entró un asistente técnico con un café.
Nos vio en plena escena.
Silencio.
—¿Vuelvo más tarde?
—No. Ya estás dentro del videoclip —dije yo, con toda la seriedad que tenía a mano.
Más risas. Risas buenas. Risas que sueltan.
11:20 a. m. – la última pasada del día
Clara subió el volumen. Martu grabó. Y todos sabíamos que esta era la pasada.
Sin cortes. Sin correcciones. Sin pausas.
Comenzamos.
Y esta vez... todo fluyó.
No perfecto. Pero exacto. Como cuando uno ya no piensa: solo está.
Nuestras miradas se cruzaron en la parte del coro. Las manos cayeron donde debían. La respiración se alineó. Y cuando dimos el giro final...
no hubo error. No hubo agua pateada. No hubo nariz arrugada.
Solo nosotros. Cansados. Vivos. Listos.
11:43 a. m. – después
Nos sentamos contra el espejo.
Gabriel con los brazos apoyados en las rodillas. Yo con una botella de agua apretada como si fuera un premio. Y los dos... respirando como quien llega, aunque no sepa a dónde.
—¿Esto es el fin? —dije yo.
—Del ensayo, sí. De lo demás... apenas empieza.
Nos miramos.
Yo sonreí. Él también.
Y entonces, como quien no quiere dejarlo todo tan emocional, agregó:
—Por cierto. En la grabación final... tus cordones estaban desatados.
—¿Qué?
—Sí. Pero igual parecías volar. Y eso es arte.
Querido diario:
Hoy fue el último ensayo. Y no sé cómo explicar lo que siento. Es algo así como orgullo + vértigo + ternura + deseo de llorar y reír en la misma exhalación.
Hoy me di cuenta de que no estoy sola cuando bailo. Que cada paso, aunque me duela, se acompaña. Que arrugar la nariz es una forma de decir "esto me importa tanto que no sé cómo fingir que no".
Y que hay algo aún más importante que hacerlo bien:
Haber llegado hasta acá creyendo que podía hacerlo, incluso cuando no estaba segura.