Querido diario:
Anoche dormimos poco. No por insomnio, sino por emoción que no cabe en párrafos. Y aun así, el cuerpo se levantó como si supiera que hoy no se puede llegar tarde a la historia.
Había una fecha marcada. Un lugar reservado. Una presentación anunciada solo por redes, entre conocidos, pero con algo que pesaba más que cualquier campaña: Este iba a ser nuestro primer recital. En vivo. Frente a personas que no eran personajes. Frente a cuerpos que escuchan con los ojos. Frente a almas que también escriben, aunque no usen papel.
Desde temprano, Sonaluz se transformó. No había luces de espectáculo ni filas de prensa, pero se sentía como un lugar que había entendido que algo iba a pasar. No "una presentación". No "un debut". Sino ese instante donde la emoción deja de ser verso y se convierte en vibración compartida.
Gabriel llegó con la voz baja, como si al hablar demasiado pudiera romper el hechizo. Yo tenía ese temblor en las manos que no avisa, solo llega cuando sabe que algo va a importarte demasiado. Tania fue la primera en decirlo abiertamente:
—Hoy no es para impresionar. Hoy es para confesar.
Lucio acomodaba los carteles que él mismo había dibujado a mano. Uno decía:
"No perfecto. No ensayado. Solo real."
Y eso bastaba.
Mientras la gente comenzaba a entrar —caras conocidas, gente del barrio, voces de redes, incluso una señora que nunca nos había escuchado pero vino "porque sentía que algo ahí iba a emocionarla"—, nosotros mirábamos el escenario como si fuera el borde de un poema. No sabíamos si pisarlo con seguridad o con respeto. Lo que sí sabíamos... era que lo íbamos a pisar siendo quienes somos. Temblor, compás, pausa y letra.
Tomás ajustaba los micrófonos sin hablarnos mucho. Martu registraba todo desde lejos, no con ánimo de filmar, sino de guardar. Ella decía: —Este tipo de emociones no se editan. Se archivan en el pecho.
Y tenía razón.
Cuando llegó el momento de salir, la sala estaba llena. No como aglomeración. Sino como presencia. Había personas que parecían querer escuchar más que ver. Y eso era hermoso.
Subimos juntos. No caminando como dúo ensayado. Sino como dos seres que aún no saben si el mundo está preparado para lo que suena desde ellos. Gabriel me rozó la mano. No como gesto romántico. Como ancla emocional.
—¿Estás lista para temblar enfrente de todos? —me dijo bajito. —Siempre lo estuve. Solo que esta vez... el temblor tiene micrófono —le respondí.
Y empezó.
La primera canción fue Pasos que suenan antes de pisar el escenario, y nunca ese título había tenido tanto sentido. El beat arrancó suave. Nuestras voces se acomodaban a la sala como si midieran el clima. No había gritos. No había coros explosivos. Solo miradas fijas. Gente que no parpadeaba. Gente que ya estaba dentro de lo que estábamos cantando.
En medio del verso, Gabriel olvidó una palabra. No por error. Por emoción. Y la gente... lo entendió. No hubo juicio. Hubo aceptación. Como si el olvido fuera también parte de la letra.
Terminamos ese primer tema con un aplauso suave. No tímido. Consciente. Como quien sabe que lo que acaba de pasar no era presentación. Era reconocimiento.
Seguimos con Lo que no se canta también arde, y ahí sí... el silencio fue distinto. Se podía oír el dolor en la gente. No porque nosotros sufriéramos. Sino porque las palabras estaban encontrando espejos.
Una señora en la fila dos se secaba una lágrima. Un chico abrazaba a su amiga como quien sabe que esa canción le está diciendo algo que él no puede. Un adolescente anotaba en su cuaderno. Y ahí entendí: Lo que escribimos no se reproduce. Se relee en otros.
Yo no llegaba bien al final del verso. La voz se me bajaba. Y en vez de cubrirme con técnica, me cubrí con silencio. Ese silencio fue más fuerte que cualquier nota. Porque la gente lo entendió. Lo respetó. Lo sintió.
Gabriel no dijo nada. Me miró. Me cantó el siguiente verso. Y ahí sí: el dúo dejó de ser estrategia. Se volvió refugio.
Con Versos sin filtro, todo se iluminó. La gente golpeaba sus pies contra el suelo. Ritmo emocional. Percusión sin ensayo. Coro colectivo sin instrucciones.
Una chica se paró en medio de la canción y levantó un cartel:
"No me pidas permiso. Ya estoy sonando."
Y sí. Ahí entendimos que ya no éramos artistas en formación. Éramos voz colectiva.
La canción fue ovacionada. Pero lo que nos conmovió no fue el volumen. Fue una chica que se acercó después y dijo:
—Ese verso que dice "Mi temblor no se disfraza — se transforma en compás"... lo voy a tatuar. Porque nunca nadie me había explicado tan bien cómo me siento.
Seguimos con Temblar no es rendirse, y ahí la sala bajó la energía pero no el peso emocional. Cada línea parecía escrita para quienes habían creído que llorar era fracasar. Y no. Nosotros lo decíamos cantando:
"Me sostengo porque me acuerdo que el temblor también crea arte."
Un chico se quebró al escuchar eso. No por debilidad. Por identificación.
Y eso es más valioso que cualquier nota alta.
Cuando tocamos Esto que somos, la sala volvió a sonreír. Pero no como alivio. Como aceptación. La canción se sintió como carta abierta. Como presentación sin filtros. Como cuando alguien te dice:
"No sé quién soy del todo... pero esto que estás escuchando se acerca."
La gente cantó bajito el coro. Nos acompañaron sin pedir permiso. Y eso es bello.
En Lo que ya no callamos, no hubo movimiento. Solo escucha. La canción parecía suspender el tiempo. Las luces se bajaban como si quisieran protegernos.
Y al final, cuando dijimos:
"No se trata de brillar. Se trata de sonar como quienes fuimos..." nadie gritó. Nadie aplaudió rápido. Hubo una pausa.
Ese momento fue sagrado.
Y llegó la última. Esto que soñamos también se graba.
Cantar esa canción fue difícil. Porque fue como volver al primer día. A ese cuaderno donde todo empezó. A ese temblor que no sabíamos si tenía sentido.