Querido diario:
Hoy salimos en la tele. No en comerciales. No en fondo de clip. Salimos como quienes tienen algo que decir... y que lo van a cantar también.
El día empezó normal, hasta que Martu irrumpió en Sonaluz sin siquiera saludar.
—¿Quién está listo para salir en la televisión nacional esta noche? —dijo, como si estuviera preguntando si queríamos pizza.
El estudio se congeló.
Lucio dejó caer su marcador con cara de "esto es broma, ¿verdad?". Tania inhaló tan fuerte que creo que asustó a una planta. Gabriel parpadeó como si intentara borrar la frase del aire. Yo... giré lentamente desde mi silla.
—¿Cómo que esta noche?
Resulta que un programa llamado Sonido Real había decidido que querían cerrar la edición de hoy con nuestra entrevista. Y sí: también querían que cantáramos Lo que ya no callamos. La canción más íntima. La más vulnerable. La que escribimos como si nadie fuera a escucharla, y ahora iba a sonar por televisión nacional.
Pasamos la tarde entre cables, ideas, y frases de "¿qué decimos si nos preguntan cosas raras?", que casi siempre salían de Lucio.
Gabriel estaba calmado en apariencia, pero lo delataba el modo en que abría y cerraba el velcro de su chaqueta sin darse cuenta. Yo tenía ese cosquilleo raro que se instala cuando el corazón todavía no decide si está nervioso o emocionado. Tania preparó un bolso con snacks "por si el hambre también quiere protagonismo", y Martu hacía llamadas como si estuviera negociando el debut de estrellas internacionales, pero con el tono de quien solo quiere que todo salga bien.
A las seis, llegó el auto de la producción.
No era una limusina ni un vehículo tapizado con logos. Era un coche gris que probablemente había vivido aventuras de delivery y ahora le tocaba llevar emociones con micrófono.
Nos subimos todos. Aunque solo Gabriel y yo íbamos a salir en cámara, el equipo completo se vino: Lucio, con una carpeta llena de anotaciones que probablemente nadie leería; Tania, con sus botellas de agua "bendecidas"; Tomás, con su cámara en modo "registro histórico"; y Martu, lista para atrapar cada vibra del backstage.
Cuando llegamos al canal, nos llevaron por pasillos que olían a aire acondicionado, café frío y nervios. Una productora de voz potente nos recibió con un entusiasmo tan rápido que solo capté: "Maquillaje, luces, audio, no griten, pasen por acá". Y lo hicimos. Como si supiéramos qué estábamos haciendo. Spoiler: no sabíamos.
El camerino era más sencillo de lo que imaginé, pero tenía espejos que devolvían versiones nuestras que queríamos reconocer.
Gabriel eligió una chaqueta gris con textura suave. Yo me puse una blusa azul con mangas largas que caían como telones de teatro. Mi pelo estaba algo rebelde, pero decidí que ese era el toque perfecto para mostrar que no venía a fingir nada.
Una maquilladora nos preguntó si estábamos nerviosos. Yo le dije:
—No sé si estoy nerviosa o en pausa antes de decir algo importante. Gabriel añadió:
—Si mi voz tiembla... es porque ya se está emocionando por mí.
Nos reímos. No porque fuese chistoso. Porque era cierto.
Cinco minutos antes de salir, Martu se acercó. Nos tocó el hombro a cada uno y dijo:
—Si esta noche les preguntan cómo empezó esto, no lo expliquen como artistas. Explíquenlo como personas que escribieron desde donde dolía.
Yo asentí. Gabriel también. Y salimos.
El set del programa estaba iluminado, pero cálido. Nada de luces estroboscópicas ni cortinas dramáticas. Era un espacio que parecía entender lo que iba a pasar.
El presentador nos presentó con una frase que me dejó sin aliento:
—Con ustedes, A Dos Voces. Un dúo que no llegó por viralidad... sino por verdad.
Nos sentamos en sillones color mostaza. Gabriel se acomodó como quien intenta fingir que no está pensando en si el micrófono está encendido ya. Yo crucé las piernas y jugué con el anillo que suelo usar cuando necesito sentir que tengo algo firme en los dedos.
La entrevista empezó suave.
—¿Cómo fue el primer día de grabación?
Gabriel se adelantó:
—Fue un día raro. Queríamos sonar, pero no sabíamos si la emoción iba a encontrar ritmo. Yo completé:
—Y cuando lo encontró... entendimos que no se trataba de afinar. Se trataba de decir algo que necesitaba espacio.
Nos preguntaron quién escribe. Yo respondí:
—Gabriel escribe como quien quiere que el silencio no gane. Yo escribo como quien ya se quebró... pero quiere que eso sirva para algo. Así que escribimos como se puede. A veces juntos, a veces de costado, pero siempre en compás.
Cuando preguntaron cuál canción nos costó más, Gabriel lo dijo sin pensar:
—Lo que no se canta también arde. Porque esa canción... me mostró que callar también tiene ritmo.
Yo añadí:
—Esa canción no se compuso. Se admitió. Y nos costó porque sabíamos que no había forma de esconderse detrás del piano.
Nos preguntaron qué se siente estar sonando en otros países.
Gabriel respondió:
—Significa que esto no es nuestro. Pero sigue siendo de quienes lo sienten como nosotros.
Y yo dije:
—Significa que el temblor se traduce. Que el corazón no necesita subtítulos.
Después de algunos minutos, el presentador dijo:
—Nos pidieron una canción. La canción que define el álbum. Lo que ya no callamos.
Me paré con Gabriel. No caminamos. Nos desplazamos como quien sabe que va a decir algo importante.
El piano comenzó. Y en cuanto cantamos el primer verso... el estudio se convirtió en confesionario.
No hubo gritos. Hubo escucha.
Cantamos cada línea con el corazón más que con el diafragma. Y cuando llegamos al último coro... la frase:
"No se trata de brillar. Se trata de sonar como quienes fuimos..."
quedó suspendida en el aire. La gente no aplaudió de inmediato. Esperaron. Respiraron. Nos dejaron cerrar.