Nova Era

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Había recuperado mi costumbre de madrugar y ver el amanecer cerca del acantilado. Muchas de mis mañanas, cuando no estaba arriba de una camioneta o cuando recién volvía a la ciudad, las empezaba de esa manera, con una taza de café en mis manos, peleando con mi equilibrio para no caer y quemarme ridículamente. Cruzaba la ciudad que poco a poco despertaba, saludaba a los pocos que andaban preparando su inicio de mañana y me sentaba en la punta del acantilado, mis pies balanceándose por sobre el abismo que, meses atrás, podría haber sido la causa de mi muerte.

Posiblemente me sentaba ahí por esa misma razón, porque en lo que cada mañana me despertaba con distintas sensaciones en el hematoma creciente y sentarme cerca de dónde todo había comenzado a empeorar, me volvía a acomodar las prioridades que se basaban en mi hermana, un gemelo y seguir sobreviviendo y manteniendo a mi grupo a salvo. Alguien a quien proteger, alguien a quien buscar y cuidar de mis amigos para que no terminaran como Aiko, en ese mismo lugar, meses atrás. Había recuperado mi rutina con un nuevo significado.

Cuando el sol acariciaba mi piel, calentando mis mejillas, quemando mis párpados cerrados que disfrutaban de tal sutil ataque, era lo que me distraía del todo. Mi temperatura había bajado drásticamente en el último tiempo, vivía usando buzos en día que a veces mis amigos bajaban a la playa, en sus tiempos libres, para poder broncearse o tener una tarde distinta. Las puntas de mis dedos siempre estaban heladas, las tazas ayudando a que mi circulación llegara hasta ellas o al menos que intentaran. El Doc me había hecho unos cuántos análisis, incluso de sangre, y solo logró sacar la conclusión que debía dormir más. Últimamente, mi sueño se estaba volviendo más escaso en lo que me despertaba con dolores (los cuales él no sabía). Así que salía de mi cuarto, preparaba el café y marchaba a mi lugar para esperar el amanecer.

Una vez terminada la taza, me levantaba con cuidado, disfrutaba del calor por un pequeño tiempo más, y le daba la espalda al irme. Con baja temperatura o no, con las preocupaciones carcomiendo mi cabeza o no, era un momento de paz y calidez que me llenaba de una sensación que extrañaba desesperadamente.

Esa mañana pasé por los puestos de la feria que habían armado alrededor de una pequeña plaza, puestos de comida y venta que habían crecido mucho más en los últimos meses. En uno de ellos, ya abierto y esperando a sus primeros clientes, reconocí a Zafira del otro lado de la barra. Me acerqué con una sonrisa apenas me reconoció.

—Hola, Zaf —una vez cerca de la barra, me deslicé sobre ella para entrar y darle un rápido abrazo. Seguía siendo la única que podía hacerlo y me tomaba un pequeño segundo de mi día para darle un fuerte apretón que le levantara el ánimo. Me apretujó con fuerza, acariciando mi pelo una vez que nos separamos—. ¿Cuál es el menú de hoy?

Desde que había vuelto, se había esmerado en recuperar la conexión o interacción humana con los otros. Sus predicciones ya no atacaban tanto como antes, no tenía más de esas convulsiones en las que una vez la había encontrado. El Doc le había diseñado unos guantes, como los míos viejos, para que actuaran como una barrera y pudiera, mínimamente, poder pasar objetos a alguien más sin necesidad de decirle cosas de más. El resto de su piel era igual de peligrosa que sus manos y no iban a ponerla en un traje completo, era ridículo, pero algo era algo. Zafira había pasado años con tacto escaso, esto la había vuelto a poner en una rutina lo más normal posible para alguien como ella.

Antes de contestarme, ya estaba sacando unas bandejas con lo que parecían ser budines de distintos sabores. Sacó el repasador que les había puesto encima, el vapor de recién horneado bailando en el aire, y un olor a limón y naranja acarició mi nariz tan fuerte como para darme retorcijones en el estómago.

Tomó mi taza sin avisarme, llenándola de vuelta de lo que parecía ser chocolate caliente. Esa mujer me mimaba más de lo necesario. No fui la única que lo olió, afuera del puestito ya estaban apareciendo sus compradores matutinos usuales.

—Hoy tengo algunos budines, panes caseros y seguramente, mientras decore unas galletitas de cacao que hice ayer en la noche, haga algo con queso —sonrió, siempre contenta con sus creaciones, y acomodó mejor la barra del puestito para poder atender a sus clientes. Yo la ayudé en lo que pude, saludando a los que reconocía en la fila. No me sorprendió ver a Jacob ahí. Zafira palmeó mi espalda—. ¿Estas tentada de algo? Es ahora o nunca.

Señalé el budín de naranja.

—Claire le encanta ese. Podría llevarme unas porciones —tanteé mis jeans, de pura suerte encontrando el vuelto de alguna compra que hubiese hecho días o semanas atrás y que había olvidado. Lo dejé en su pequeña canastita—. Prometo darte lo que me falte.

Ella envolvió unas porciones del budín en un papel manteca y me los dio con una sonrisa.

—Hoy es de la casa. Cuando aumente, ya no tanto —bromeó, guiñándome un ojo antes de que su mirada cayera en mis jeans usuales, que caían en mi cadera más flojos. Frunció la boca y agregó dos panes a mis manos—-. Y come más, necesitas comer más.

Llegué a sonreírle, asintiendo, y ella se giró hacia sus clientes en lo que yo me retiraba por la pequeña puertita trasera, mis manos ocupadas con mi taza y el paquete caliente de Zafira debajo de mi brazo. Le grité mi despedida antes de alejarme y comencé mi retorno.

Costa Norte no sólo había crecido, sino que también había mejorado. Algunas calles ya no eran de ripio, habían decidido empedrar las que eran más importantes, como las más anchas, las que en algún momento podrían haber sido una avenida, y el sistema de iluminación ahora funcionaba con más intensidad en las noches donde la bruma del mar escalaba el precipicio y tapaba todos los edificios. Teníamos el lujo de algunos semáforos, más que nada por los pocos, y casi nulos, vehículos que transitaban para trasladar mercadería y armamento, entre otras cosas. Se había convertido en la ciudad que podría haber sido antes de que el huracán la destrozara, sólo que mejor, y más protegida. Jacob se había tomado un largo tiempo, con ayuda de otros ciudadanos, de rodearnos de un muro metálico y de cemento que nos diera una sensación de seguridad. Incluso si no fuese muy simbólica, siendo que éramos anómalos y una pared no significaba que no podrían tirarla abajo para poder agarrarnos a nosotros.




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