Pretendí por los siguientes días que nada había pasado. Y los que sabían, al menos de mi estado débil, parecían hacer lo mismo.
No fue difícil tampoco. Despertar en brazos de Noah, quedarme con él, llena de besos robados o sonrisas que escondíamos en el hombro del otro. Estaba de vuelta en casa, estaba conmigo, con su familia. Ver en él recuperar quién era ya en sí lo suficientemente reconfortante para ignorar la sensación de carga que tenía en mi pecho. No, no en mi hematoma que estaba mucho mejor que en los meses anteriores. Por la misma razón por la cual no estaba era lo que me hacía tragar pesado y amargo.
Esas molestias las escondí con otras distracciones. Lisa había empezado a tomarse el tiempo de desayunar en nuestro departamento, sabiendo que después de su nuevo trabajo como agricultora terminaba agotada y no quería perder más tiempo con sus hijos. A mí me encantaba tenerla en la mesa, siempre venía con una sonrisa y algo que hubiera adquirido en el puesto de Zafira, y ahora Melania también. Era una distracción perfecta, todos estaban centrados en ella, en desayunar, y yo podía esconder el siseo que salía de mi boca cuando sentía mi pecho curarse en lo que mi hematoma trataba de crecer.
Me habían dado más días, semanas o, si era afortunada, vaya a saber cuánto más. Y estaba agradecida, a pesar del sabor amargo, de no haber tenido el valor de ir a la enfermería, o de, una vez más, haber tenido que esconder algo así de importante. Los secretos me estaban ahogando y cansando. La lengua me picaba por decir la verdad, había ya hecho más que suficiente. Pero, aun así, no podía encontrar la manera de decirlo. De confesar todo. No cuando todo se veía bien, cuando los gemelos sonreían ampliamente después de tanto tiempo, o cuando mi hermana inflaba su pecho con orgullo con cada vuelta del entrenamiento y Claire la felicitaba. No quería ser la causante de sacar esas sonrisas.
Así que, fingí que no había pasado nada. Pretendí no sentir mi pecho quemar en distintas sensaciones, en daño, en cura. Fingí, y disfruté, una vida que no volvería a tener. Me aferré más a Noah en las noches, le di más besos hasta que nos faltaba el aire. Molesté y burlé a Tom hasta que me dolía la panza de reírme, Claire tratando de salvarlo y riéndose conmigo. Disfruté de mis amigos, disfruté de mi familia. Simplemente pretendí que no me estaba muriendo y que la anomalía de Olivia no había sido desperdiciada en alguien con los minutos contados.
El Doc me recomendó que me moviera, que entrenara. Si quería alargar mi tiempo, tenía que ser lo más sana posible, y no era una mala idea a veces escapar del departamento por mi cuenta. Anna siempre estaba dispuesta a darme una paliza, y cuando empecé a volver a nuestros entrenamientos matutinos —Noah gruñendo dormido cada vez que me deslizaba fuera de la cama más temprano de lo normal— ella pareció disfrutarlos mucho más que antes. Podría decir que hasta me había extrañado. O al menos había extrañado sacarme la escasa dignidad que tenía para ese entonces.
Haber tenido una rutina como aquella había hecho que los días pasaran más rápidos, el cansancio de entrenar y la relajación del estar con mi grupo hacía que todo fluyera más rápido. Hacía todo para apagar un poco la cabeza, para poder disfrutar de cada pequeño segundo que pudiera y no sentir que estaba despidiéndome, y por el momento, funcionaba. Había perdido la noción de los días y el disfrutarlos también ayudó, lo que también hizo que parecieran pocos y escasos.
Anna había tomado cierto gusto por entrenar en la playa. No sólo la inestabilidad de la arena te ponía más a prueba, sino que los sentidos también estaban ocupados por el sonido de las olas, el olor del mar, la vista molesta por el viento en caso de estar muy fuerte. Un reto excelente a la hora de tener que entrenar y ella amaba esos retos, amaba poder ponerse hasta a ella a prueba. Su anomalía era agilidad, sabía que nada de esos detalles que me molestaban a mí la molestarían a ella. Era una entrenadora nata y perfecta.
Como siempre, terminé agitada en el piso, mis labios resecos y entreabiertos en lo que buscaba aire. Anna también, con más dignidad que yo, e inclinada sobre sus rodillas, pero igual de exhausta. Tuvo la decencia de ayudarme para que me pudiese levantar del piso y palmeó mi espalda.
—Tu guardia sigue siendo un asco —soltó—. Qué bueno que tu anomalía se encarga de eso.
Me obligué a sonreír.
—Entre muchas cosas, sí.
—Maldita presumida.
Entre sonrisas maliciosas y otros empujones, otra ronda de pelea se armó, y a mi favor, logré derribarla en pocos movimientos, dejándola en el piso. Por un momento. Para otro, ya tenía los pies en el aire y la espalda contra la arena una vez más. Refunfuñé, y en lo que parpadeaba y reconocía a Anna parada sobre mí, para una vez más, no dije nada al reconocer cierto pelo rubio aparecer por detrás de ella.
Anna, con su anomalía afilada, esquivó el cuerpo de Morgan en lo que mi hermana se deslizaba entre nosotras, defensa en alto, y uniéndose a la pelea. Incluso desde el piso, y con la pregunta en la boca de qué hacía ahí en horario de escuela, no pude pronunciarla. Con ella cerca sentí un ademán de fuerza, levantándome de un salto en una risa, y entre las dos, atacando a la Anna. Irónicamente, ella podía con las dos sin problema. La única que, no sólo nos había ayudado a entrenar, sino capaz y lo suficientemente ágil para encargarse de las dos supernovas.
En lo que yo medía y calculaba más mis movimientos, mi hermana era más impulsiva, más nueva. Era la distracción perfecta para yo poder atinar los golpes seguros, que eran los que Anna más problema tenía de evadir, y en lo que trataba de analizarme a mí, Morgan la interrumpía al atacar. Podría tranquilamente habernos detenido, claramente siendo una injusticia lo que le estábamos haciendo, pero ella jamás daría su brazo a torcer. Un reto era un reto, y su orgullo pedía a gritos derribarnos a ambas y poder reclamarlo.