No quise abrir mis ojos por un largo rato. Probablemente porque quería evitar seguir llorando, o por qué había pasado horas mirando a Noah y tratando de memorizar, más de lo que ya había hecho, cada faceta de su rostro. Desde sus ojos almendra y a veces miel, de sus labios carnosos, las cejas tupidas, su nariz recta y rozando con la mía. Mi cuerpo había entrado en una calidez que iba a ser difícil dejar detrás. De despedir. Así que me acurruqué más contra él, en sus brazos, en todo él, y cerré los ojos. Mintiéndome por un rato más.
Empecé a tensarme cuando vehículos comenzaron a pasar por la calle frente a nuestro edificio, cuando voces daban órdenes en voces tajantes y sin lugar a discutir. Mis manos temblaron, mi cuerpo sin haber podido descansar, pero relajado y en una paz que se estaba deslizando entre mis dedos. Noah me apretó contra él, su calor intensificándose, adhiriéndose a mí, y por unos segundos, ignoré todo. Solo un ratito más. Chiquito, efímero. El último.
Y los golpes en la puerta dieron fin a ese momento. Era hora.
Nos tomamos nuestros segundos para despegarnos uno del otro. Fui yo la primera, dejando un beso en su pecho y deslizándome hacia atrás para sentarme y respirar hondo. Conté de vuelta, como antes había empezado a hacer. Uno, dos, tres. Noah me abrazó desde atrás cuando se volvió a sentar. Cuatro, cinco, seis. Mi hermana debía de estar vaya a saber qué tan lejos de mí hasta este punto. Siete, ocho nueve. Tenía que despedirme de todos y afrontar mi destino.
Diez. Era hora.
Los dos terminamos de vestirnos. Él se cambió por un conjunto más adecuado para pelear y yo me robé su buzo que tantas batallas había pasado conmigo. Me ayudó a atarme los borceguís, yo lo ayudé a acomodar su pelo. Cada uno deslizó los arneses de las navajas en sus piernas, luciendo una vez más los regalos de Jacob. Cuando los dos nos paramos en medio de nuestro cuarto, sus dedos agarraron sus placas, como siempre, colgando de mi cuello. Su fortaleza, la mía desde hacía muchos meses. Las agarró y las metió dentro de mi remera, frías contra la piel de mi pecho y hematoma. Ninguno dijo nada, nuestros rostros derrotados y tensos decían mucho más que cualquier palabra, y tomó mi mano. Tiró de ella, abriendo la puerta para salir, y miré por detrás a nuestro espacio que habíamos armado. Mi lugar favorito en el mundo. Cerré la puerta después de despedirme y lo seguí hacia la sala.
Tom y Claire estaban alrededor de la mesa, cerrando el último par de mochilas ahí encima. Uno para cada uno de nosotros. Noah y Claire, seguramente por pedido de ella, irían por un lado. Tom y yo por otro. El otro gemelo me sonrió como pudo desde donde estaba y Claire se acercó apenas me vio. Agarró la que era mi mochila y la palmeó.
—Hay comida, agua, pastillas por si tienes algún dolor. No sé si van a ayudarte o si es que hay algo que te alivie tus dolores, pero… —tragó pesado, parpadeando más de lo normal—. También guardé algunas cosas que creo que… que querrás tener contigo.
Había guardado algunos dibujos de Morgan. El que había hecho de Noah tiempo atrás, el que me había regalado para mi cumpleaños. La última foto que quedaba del cumpleaños de los gemelos, no la que los había metido en los archivos, sino la que yo sí figuraba y había quedado en casa. La foto de mi casa, con mis papás y mi hermana. También la de Jamie y Asher, con su nombre bordado y el broche lila que le había pertenecido a ella. Mi vida en pocos elementos.
La abracé, agradecida. Aparte, tenía conmigo ya su trenza colgando de mi nuca. Cada parte de mi vida iba a estar conmigo hasta siempre.
—Gracias, Claire —murmuré. Antes de poder agarrar la mochila, Noah ya la había agarrado con la suya y la llevó por mí. Tom hizo lo mismo con la suya y la de Claire, los gemelos caminando a pasos lentos hacia la salida. Yo respiré hondo, dándole una última mirada al departamento también, y volví a suspirar. Claire enredó su brazo con el mío y seguimos, igual de lento, el paso de los otros dos.
Había creído que la despedida sería solo con mi grupo, y me había equivocado tanto. Porque cada paso que daba; lejos de mi cuarto, del departamento, del pasillo del edificio y así hasta salir, era otro tipo de adiós que me quemaba en el pecho. Porque era mi hogar, lo había sido todo aquel último tiempo. Mi lugar seguro, donde había peleado por quedarme, donde había encontrado una vida ordinaria después de mi anterior campamento y dónde había logrado construir la base de mi familia en Costa Norte. Era la misma despedida que había sufrido cuando había dejado a mis papás en mi pueblo, en mi primer hogar. Y estaba reviviéndolo una última vez más, con el mismo dolor atorándome el pecho.
El cielo estaba en ese intermedio celeste donde no era de noche y tampoco terminaba de amanecer. Seguramente no eran ni las cuatro de la mañana, y el frío en la noche hizo que mi cuerpo temblara más. Por el sueño, por despedirme, por lo que tendría que hacer. Hiro en mi pecho se mantuvo callada y quieta, seguramente dándome mi espacio aún y se lo agradecí. Ya hablaría con ella.
Los vehículos se habían posicionado a lo largo de la calle y los Benignos se subían a estos con cierta desesperación, como si no tuvieran la resaca de haber estado tomando hasta horas atrás. O probablemente si la tenían y no la demostraban. Yo hice caso omiso a las miradas que me encontraron por el camino, no sabiendo si ya sabían de mi mentira y todo lo demás. Dudaba mucho que Erik lo hiciera, podría perder la motivación de su gente para atacar la Ciudadela, y no quise causar más problemas de los que había. Así que, con la cabeza en alto y siguiendo a los gemelos frente a mí con mi brazo aún enredado con el de Claire, caminamos por un largo rato. Casi hasta la salida de Costa Norte.
Pensé que las personas que estaba parada cerca de un vehículo eran más del montón, eran muchos como para no creer lo contrario. Hasta que, uno a uno al acercarnos, empezaron a girarse. No, no eran Benignos. Era cada persona dentro de Costa Norte que tenía un lugar en mi corazón.