Nova Star

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Llené de aire puro mis pulmones, con los ojos cerrados y dejando que los primeros rayos del amanecer golpeen contra mi cuerpo. Respiré hondo, disfrutando de la brisa acariciando la piel de mis mejillas, del revoloteo de mi pelo extremadamente largo y el suave calor de las primeras horas de sol. El olor del agua frente a mí llegando a mis fosas nasales, tan natural y relajante como el sonido de las olas al chocar con la orilla metros debajo de donde estaba parada. Eran esos diez minutos, los primeros donde el sol subía por sobre el horizonte del agua, que me permitía esa paz momentánea que necesitaba día a día.

Ese único momento humano que me hacía olvidar de lo que estaba a mis espaldas, de los recuerdos que me atormentaban y aprisionaban en pesadillas de vez en cuando. El remedio a mi realidad y nueva rutina que desde hacía semanas había adoptado.

Era despertarme en la madrugada, tomar una taza de café —demasiado barato pero lo más cercano a uno que iba a obtener— y salir del departamento del hotel para acercarme lo más posible al acantilado que limitaba con el océano y Costa Norte. Era como escapar por un rato de los deberes, de las responsabilidades, de todo. En cierto lado, el sueño que nunca podría cumplir; escaparme de todo.

Sólo cuando el sol terminó de aparecer en el cielo, a su paso iluminando todo más y más, fue que me giré en mis talones para volver al departamento. Entré al edificio amarillento, subí los cuatro pisos a mi tiempo por las escaleras, porque tener un ascensor era un lujo demasiado grande, y al cruzar la puerta con el número 20 saqué las llaves para entrar. Las paredes se notaban mal pintadas aún más cuando el sol entraba por la ventana y remarcaba cada error de las grietas horriblemente selladas. Me daban ganas de llenarlo de cuadros, pero; ¿de qué? ¿Qué fotos podría poner que no me hicieran ahogarme más en mis lamentos?

Dejé las llaves en las mesadas mientras que agarraba el pan que había sobrado del día anterior y lo cortaba en la mitad para ponerlo en una sartén al fuego. Había pasado de dormir en carpas hechas de raíces e ingerir comida que crecía de los árboles, a recuperar un techo de concreto y tener las herramientas para un desayuno decente. El cambio no había sido difícil de adaptarse, de hecho, no extrañaba en lo absoluto dormir en hamacas cuando podía deslizarme dentro de una cama cálida y decente. El problema era que todo del departamento se sentía vacío, más que nada el tercer cuarto que me daba un retorcijón al recordar el por qué había pedido uno de más. Con la fe colgando de un filo hilo, solo pude suspirar al dirigirme a la habitación que estaba entre medio de dos habitaciones.

Al abrir la puerta, miré el cuerpo de mi hermana hundido en su cama y envuelta en sus frazadas. Los primeros días, después de haber llegado a la resistencia, Morgan no había podido dormir sola. Terminaba tironeando de mis mantas para meterse a mi lado y dormirse abrazada a mi brazo. Había pensado que iba a ser difícil para ella poder quedarse sola y, a mí sorpresa, fue cuestión de días antes de que se hallara adaptando a su nuevo cuarto y de a poco ir armándolo con lo que conseguía pagar de mis trabajos.

Otra cosa distinta que, siendo una de las pocas que no extrañaba, también entendía de dónde había venido. Los negocios funcionaban en Costa Norte, lo cual eso significaba que para obtener ciertas cosas u objetos que uno necesitaba, había que trabajar para conseguir el dinero. Había podido comprar lo justo y necesario los primeros días, los ahorros que había sacado de casa siendo lo suficiente como para obtener lo necesario. Y, tiempo después, me anoté en algunas de las secciones de trabajo donde sabía que iba a poder ganar un poco más. No donde todos esperaban que me metiera, sino en dónde yo creía que debería estar. Lejos del campo de batalla.

Me acerqué a Morgan, mis dedos pasando por su pelo enmarañado y me incliné a deslizar las cortinas de su ventana. La diabla frunció el ceño y se escondió debajo de las mantas antes de que siquiera pudiera abrir la boca.

—An...

—No.

Era una discusión de todas las mañanas, algo que estaba acostumbrada a que mamá se hiciera cargo. Para su mala suerte, la ciudad había logrado darles hogares a viejos profesores que juntos habían armado lo que sería una especie de escuela para los niños que estaban ahí. Y para peor, había un listado de obligaciones de convivencia dentro de Costa Norte que dictaba que todo menor de dieciséis años tenía que ir a dichas clases, más que nada para brindarles una educación base y no perder la costumbre o, en el peor caso, perder la cultura de quienes éramos. Morgan no estaba feliz de tener que ir y me lo dejaba en claro todas las mañanas.

Me senté en su cama y tiré de su frazada para que me dejara verla.

—Vamos, An, no me lo hagas difícil hoy... —le rogué, sus ojos claros todavía dormidos, pero con la energía suficiente como para fulminarme—. Te toca arte y matemática, a ti te gustan esas materias.

—Estamos viendo cosas que yo ya vi en matemática y arte podría hacerlo desde casa —se cruzó de brazos, agregando su puchero frustrado que siempre hacía al estar molesta y dormida—. Es aburrido.

—Sé que sí, An, y eres demasiado lista, ajá —rodé los ojos, un poco cansada de la misma escena todas las mañanas, y le sonreí de costado—. Penosamente necesito que vayas, me comprometí a llevarte y cumplir con lo dicho, así que levántate. Estoy haciendo tostadas.

Eso la alarmó.

—¿Hace cuanto las pusiste? —saltó de la cama, apurándose hacia la puerta—. No quiero comer carbón de vuelta.

Yo no era ágil en la cocina, no tenía el don de mamá para cocinar cosas deleitables, eso lo había heredado más Morgan que yo. Aparte de cargar con la responsabilidad de la educación y comodidad de mi hermana, también estaba tratando de aprender a alimentarnos a las dos a pesar de fallar más veces que triunfar. Al llegar a la cocina, dónde mi hermana estaba revisando las tostadas, me dio una mirada de soslayo al encontrarlas en buen estado. Todavía.




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